19 June 2010

PRIMERAS REFLEXIONES SOBRE LA REFORMA LABORAL DEL 2010


Miquel Àngel FALGUERA BARÓ



1. Panorama desolador para el jurista

Ya sé que es un tópico, pero no puedo dejar de iniciar estos apuntes con la famosa frase de
Warren Buffet, una de las tres mayores fortunas del mundo: “Existe la lucha de clases, por supuesto, pero es mi clase, la clase de los ricos, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”. Vale la pena constatar, sin embargo, que no es ese un ejercicio de cinismo, en tanto que dicho potentado lo que expresaba era una crítica al regresivo sistema fiscal estadounidense, que castiga más a las rentas bajas (insólitamente, quería pagar más impuestos).


Si profundizamos un poco en esas palabras, creo que puede sacarse una conclusión evidente: el fin del “peligro rojo” –por tanto, la derrota sin paliativos de la izquierda a escala planetaria- determina que estemos asistiendo a la revancha de los opulentos. Y, entre otras cosas, que las clases menos favorecidas de los países con Welfare les devuelvan la parte del pastel que, en su día y ante la evidencia de dicho peligro, tuvieron que soltar.


Y no se trata sólo de dineros: se trata también –especialmente- de derechos. En definitiva, volver a la oligarquía, al gobierno de los hombres ricos libres, y enterrar la democracia (el gobierno de los hombres pobres libres) Hoy somos menos libres que hace veinte años: el voto de los ciudadanos es ahora prácticamente inútil a efectos de determinar las grandes políticas económicas y sociales (ergo, el modelo de sociedad y la distribución de rentas), salvo por lo que hace a pequeños –y controlados- flecos. Porque esas políticas se deciden en cenáculos, que nadie ha votado, conformados por los opulentos del mundo y/o sus testaferros, en un nuevo “internacionalismo” invertido. Y también somos menos libres porque el sistema preoligárquico impide la socialización de cualquier atisbo de pensamiento alternativo. No deja de ser una paradoja que en la llamada “sociedad de la información”, el ciudadano de a pié tenga un menor conocimiento de lo que en realidad ocurre en el mundo que hace, por ejemplo, tres lustros atrás.


Y alguna reflexión merece también el llamado “capitalismo popular” y sus consecuencias morales. Es decir, cómo la codicia se ha generalizado en las clases menestrales y una buena parte de la juventud. El abandono, al fin, de la ética del trabajo y los valores sociales por el enriquecimiento individual rápido y a cualquier precio. Dónde nuestros abuelos pregonaban aquello de “más vale pobre, pero honrado”; nuestros hijos afirman “quién no es rico es un fracasado”.


Esa ciénaga de valores y el modelo preoligárquico en que vivimos comporta que cualquier reflexión crítica debe partir de obviedades (las verdades del barquero). Así, por ejemplo, que las causas de la actual crisis no son imputables a los trabajadores, sino al afán especulativo de las instituciones financieras –en el caldo de cultivo social del “capitalismo popular”-: no ha sido la regulación del mercado laboral la que ha creado la actual situación económica. O que la civilidad –el progreso de la especie- no se rige por riquezas ficticias, sino por los derechos de ciudadanía.


Tras el estallido de la crisis –aunque parezca lejano no han transcurrido dos años- empezaron a sonar voces potentes y calificadas que reclamaban la reforma o la refundación del capitalismo; la necesidad, al fin, de poner límites y reglas a la economía. ¡Qué poco ha durado ese reformismo! Una vez los ciudadanos pagamos los platos de la avaricia financiera, los teóricos neoliberales han vuelto a las andadas, con sus dogmas de pensamiento único.



2. ¿Hay que reformar el mercado de trabajo?



Y ahí está uno de sus más sagrados dogmas revelados por los dioses del mercado: hay que reformar el mercado de trabajo y el modelo de Seguridad Social, porque es necesario crear empleo. No deja de llamar la atención que ese dogma era también una cantinela continuada en la época de las “vacas gordas”, cuando la ocupación crecía exponencialmente. A lo que cabe añadir otra obviedad: el empleo no lo crea la regulación del mercado de trabajo, sino las necesidades de mano de obra que tengan las empresas y, en consecuencia, la situación económica en la que se vive en cada sociedad y momento. Traduzcamos para los ingenuos –entre los que cuento como fervoroso militante- ese dogma neoliberal: “devuélvanme los derechos que la pobreza laboriosa ganó con sus luchas y su sangre, cuando tenía una correlación de fuerzas que le era más favorable, porque las tornas han cambiado”. En definitiva, lo que los juristas llamamos “rebus sic stantibus”.


Mi lógica ingenua me lleva también a otro reflexión paralela: la regulación del mercado de trabajo no es más que la determinación del modelo de relaciones laborales por el que el opta cada Estado. Por eso, desde esa perspectiva, la capacidad de intervención pública en el empleo es limitada. Hay experiencias con altos niveles de ocupabilidad –perdón por el anglicismo- con un sistema de relaciones laborales que, a veces, ronda el para-esclavismo (por ejemplo, determinadas franjas de Estados Unidos), mientras que en otras experiencias el modelo es fuertemente tuitivo y regulador –así, los países septentrionales europeos- con resultados tan o más positivo en la ocupación. Y lo que no es un dogma, sino una realidad empíricamente comprobada, es que en los últimos cinco decenios los países que proporcionalmente más terreno económico han ido ganando son aquellos que han apostado por políticas de formación, de salud y de igualdad –incluyendo la autodeterminación filial de las mujeres-.


Las leyes no crean “per se” empleo, es la situación economía la que lo hace. Cabe recordar que, en definitiva, la regulación del contrato de trabajo no es nada más que un juego de fuerzas entre trabajador y empresario: lo que gana uno, lo pierde el otro. Con una diferencia significativa: la subindiciación salarial a favor de los empresarios no comporta automáticamente más empleo, en tanto que el empleador ajustará la plantilla a sus necesidades productivas o de servicios, sin que forzosamente el tramo de renta que gane tenga que invertirse en la propia empresa para generar puestos de trabajo (si así se impusiera, los teóricos neoliberales chillarían cual cochinos en el matadero, invocando la libertad de empresa); por el contrario, el incremento retributivo –es decir, el aumento significativo del salario en el conjunto de rentas-, aunque sí puede comportar un efecto negativo, de entrada, en el empleo –al fin y al cabo, la plusvalía es la plusvalía-, puede tener indudables consecuencias positivas en el futuro, al incentivar el consumo. En definitiva: todo depende del color con que se mira. Si uno es proclive a los intereses empresariales, siempre tenderá a pensar que los trabajadores ganan demasiado. Y viceversa. Una buena prueba de que la lucha de clases sigue existiendo, como afirma el amigo Buffet. Pero, en todo caso, lo que no es aceptable es que ese interés “de clase” se imponga como verdad científica rebelada e indiscutible (que es, en definitiva, lo que está ocurriendo en nuestra ciénaga)


Así pues, cuando el legislador interviene en el mercado laboral no lo hace para crear empleo. Si así lo dice, o miente, o es incapaz. Llevamos en España oyendo esa cantinela desde hace más de 35 años y los resultados están ahí –también en la época fenecida de las vacas gordas-. Cuando el legislador practica dicha intervención puede tener dos finalidades –no contrapuestas entre sí-: o se decanta por uno de los dos contendientes en liza o adecua el modelo de relaciones laborales a la realidad productiva y de prestación de servicios. Y aunque esa intromisión heterónoma puede tener efectos en la ocupación, es éste un efecto colateral, de menor intensidad.


Quizás no está de más recordar aquí que precisamente ha sido la excusa del empleo la que ha generado la fragmentación que caracteriza nuestro mercado de trabajo (primero, con la temporalidad, luego con los sistemas contractuales duales, prejubilaciones y jubilaciones forzosas, la supuestamente errática política de extranjería, etc.) Y esa fragmentación –de la que nos se nos acusa a los inocentes iuslaboralistas- tenía como claro objetivo el rebaje de derechos de los asalariados “consolidados” o “más protegidos”. Paradójicamente es esa diversidad de estatus la que ahora se nos dice que se ha de paliar, precisamente por mor del empleo. El círculo perfecto. La pescadilla que se muerde la cola. Borges estaría contento.


Una vez el neoliberalismo ha superado la sorpresa inicial de batacazo de Lehman Brothers, ha vuelto a la reivindicación de siempre: “¡Devuélvanme mi trozo de pastel!”, “hagan políticas de clase… de mi clase”. El problema es que esta vez, envalentonado después del susto, han pasado del griterío a la acción, usando la artillería pesada: el chantaje de las instituciones financieras (que se han ido de rositas de la crisis que ellas mismas han generado y con los bolsillos llenos de nuestros dineros) a los distintos gobiernos nacionales, casi arruinados por haberles sacado las castañas del fuego.


Olvidémonos por un momento de tanto griterío –aunque es ciertamente difícil- Y preguntémonos si nuestra regulación laboral debía ser modificada. Desde mi punto de vista la respuesta debe ser indudablemente afirmativa. O, mejor matizo: nuestro sistema de relaciones laborales debía ser modificado si lo que pretendía era superar un modelo productivo basado en la baja aportación de valor añadido.
En definitiva, y salvo supuestos socialmente patológicos, la regulación de las relaciones laborales en cada país se adecua a la realidad productiva. Un modelo altamente tecnificado, con plena flexibilidad de adaptación al cambio y gran productividad, precisa de asalariados con alta formación y motivación, lo que determina mayores salarios, una flexibilidad bidireccional, participación, etc. Un modelo basado en actividades centrales como el turismo o la construcción requiere bajos salarios, escasa formación y amplias competencias unilaterales de modificación contractual por parte de los empresarios. Y las variables de ambos modelos no son, por obvios motivos, intercambiables.


Está de más constatar cuál ha sido el paradigma productivo vigente en España hasta la fecha –lo que, de otra parte, explica en buena parte que la costalada haya sido mayor aquí que otras lares-. Y me parece obvio que ese modelo productivo no puede seguirse manteniendo en el futuro. De ahí mi anterior respuesta positiva a la pregunta que yo mismo había formulado.



3. El Zapaterazo


Sospecho que el fracaso de la concertación social obedece a que patronal y sindicatos hablaban de cosas distintas. Mientras éstos hacían énfasis en la adaptación del marco de relaciones laborales a un nuevo y posible panorama productivo (aunque, ciertamente, sin haber metabolizado del todo el cambio), aquélla no se ha movido de su reivindicación histórica: “¡devuélvame mi trozo de pastel!” (es decir, abaratar y desjudicializar el despido, rebaje de cuotas de cotización, contrato único, etc.) Aunque aparentemente ambos lados de la mesa hablaban el mismo idioma, el significado de las palabras era distinto.


Y, finalmente, el Gobierno –que como el Pisuerga, aparecía y desaparecía de la concertación, lleno de dudas y abstemio de propuestas- ha intervenido con carácter urgente, ante el conocido chantaje crediticio internacional, a través del R Decreto-Ley 10/2010. Y tengo para mí que nos hallamos ante una especie de arbitraje de equidad, que intenta agradar a ambos contendientes –aunque a la postre, como ocurre siempre en las componendas, ambos aparezcan desairados-.


De un sucinto y rápido análisis del mentado R Decreto Ley 10/2010 puede observarse la existencia cuatro grandes apartados.


a) El primero se refiere a la temporalidad y su marco regulador. La nueva norma intenta –por enésima ocasión- poner fin a la cultura de la temporalidad, a través de la imposición de una limitación temporal para la duración de los contratos de obra o servicios y el establecimiento de nuevos requisitos para los encadenamientos de contratos. También aborda los llamados contratos formativos, con adaptación general al nuevo modelo de formación profesional vigente desde el 2002 –derivado del marco comunitario-. Y, además, extiende tutelas a los trabajadores (limitando la posibilidad de un nuevo contrato en prácticas ante nuevas titulaciones, incrementando la retribución mínima a partir del segundo año del contrato para la formación, reconociendo la prestación de desempleo para esta última modalidad o con declaraciones genéricas de paridad de género en la contratación formativa), pero, a la vez, se endurecen en perjuicio de los asalariados otros aspectos (incremento del período máximo entre la obtención del título que da lugar al contrato en prácticas y el inicio del mismo, incremento hasta los 25 años, aunque con carácter transitorio, de la edad máxima para realizar contratos para la formación y dotando de mayor flexibilidad a la formación que debe impartir el empresario, pendiente esto último de desarrollo reglamentario)


También en materia de empresas de trabajo temporal, el Gobierno pretende contentar a tirios y troyanos. Así, por una parte, se da nuevo redactado a varios artículos de la Ley 14/1994, reguladora de dichas mercantiles, de tal manera que se produce una total equiparación contractual entre los trabajadores en misión y los de la usuaria, tanto por lo que hace al salario y todos sus componentes, como en aspectos como la jornada o derechos derivados de la conciliación de la vida laboral y familiar o mejoras sociales (aunque habrá que recordar que esa plena equiparación contractual ya había sido apuntada por la doctrina del Tribual Supremo en algún pronunciamiento); y, a la vez, se regula la responsabilidad subsidiaria de la empresa usuaria en el pago de las indemnizaciones extintivas. Pero, por otro lado, el Gobierno se ve obligado a trasponer la Directiva 2008/14/CEE, especialmente por lo que hace a la prohibición de contratación para la realización de trabajos peligrosos, yendo el RDL 10/2010 incluso más allá al negar validez a partir de 1 de enero de 2011 a cualquier limitación de uso de ETT, salvo razones interés general relativas a la protección de los trabajadores, en los términos previstos en la citada Directiva, lo que sin duda tendrá eficacia respecto a determinadas cláusulas pactadas en los convenios colectivos y apunta directamente a específicos sectores con vigentes límites, como especialmente, la construcción y la Administración pública.


b) La segunda línea tendencial de la reforma del 2010 intenta incentivar el empleo a través de tres mecanismos.


El primero, la práctica reanimación del exhausto contrato de fomento de la contratación indefinida, ampliando significativamente los colectivos susceptibles de inclusión y “resucitando” la ya extinta previsión de conversión de contratos temporales en fijos. En todo caso, cabrá recordar que una de las características del mentado contrato es que la indemnización en el caso de despido objetivo improcedente es de treinta y tres días por año de antigüedad –en lugar de los cuarenta y cinco del resto de contratos-. De ahí que, en parte, algún autor haya situado esta “reanimación” en el debate relativo al despido. Pero tampoco está de más observar que en los últimos años esta modalidad contractual apenas alcanzó una cuarta parte del total de contratos indefinidos realizados en España, pese a la particularidad de la menor indemnización referida. Una buena prueba de que, en definitiva, eso de que “los-empresarios-no-contratan-porque-despedir-es-muy-caro” está muy bien para llenar estudios económicos especializados, pero poco tiene que ver con la realidad.


En paralelo –y como también es habitual desde 1997- se procede a regular un nuevo, complejo y limitado en el tiempo sistema de bonificaciones a la contratación, tanto para la realización de contratos formativos, como para concretos colectivos con especiales problemas de “ocupabilidad” (sic). Y, por último, como tercer mecanismo incentivador del empleo, se legalizan plenamente las agencias privadas de colocación con ánimo de lucro, como ya preveía la Ley 27/2009. Se regulan al efecto toda una serie de garantías antidiscriminatorias, así como un marco general de actuación. Sin embargo, es éste un aspecto poco concretado en el RDL 10/2010, pendiente de desarrollo reglamentario –que es el que determinará la fecha de efectos de este concreto aspecto del propio RDL- y que deja en el aire aspectos ciertamente significativos –como, por ejemplo, la posible coincidencia de la condición de tales agencias con la de ETT-. Como contrapartida, se prevé una partida extraordinaria para la contratación de 1500 nuevos orientadores de empleo en los servicios públicos.


c) El tercer grupo de medidas del RDL 10/2010 nos remite al siempre espinoso tema del despido. En esta materia han concurrido, desde mi punto de vista, dos factores: de un lado, la necesidad de acotar en forma más clara los elementos constitutivos de los despidos económicos –colectivos y/o plurales-; de otro, se ha dado carnaza –diferida- a la reivindicación empresarial de rebajar el coste del despido.


Ocurre, sin embargo, que entre el documento presentado por el Gobierno el día 11 de junio y el contenido del RDL 10/2010 se ha producido una novedad importante en esta parcela: se modifica el art. 122.3 LPL, de tal manera que a partir de ahora los despidos objetivos en los que la carta extintiva sea insuficiente –o, simplemente, sea inexistente-, o en los que la empresa no ponga a disposición coetánea del trabajador la correspondiente indemnización legal no son ya calificados como nulos, sino como improcedentes. Un evidente retroceso de tutelas que constituye probablemente un aviso a navegantes para los sindicatos, ante lo que puede ocurrir con la tramitación parlamentaria del Decreto-Ley.
En relación con la figura del despido económico (expresión coloquial que incluye también el que obedece a causas técnicas, organizativas y de la producción, como es sabido) cabe recordar que la doctrina casacional más reciente había realizado una lectura muy laxa de su contenido. Aunque ciertamente la unificación de doctrina aquí es complicada –en tanto que difícilmente hallaremos dos supuestos idénticos- no está de más indicar que mientras en el año 1997 sólo se dictó una sentencia interpretando el art. 52 c) ET o cuatro en 1999, en el 2007 abordaron el tema 7 pronunciamientos y 11 en el 2008. Y, en general, la lógica que se desprende de ese elenco hermenéutico es claramente flexibilizadora –en el sentido de huir de interpretaciones rígidas de la mentada norma, priorizándose los intereses de pervivencia o de competitividad de la empresa-. En buena parte, el RDL 10/2010 recoge el testigo de la última doctrina casacional. De esta manera, el nuevo art. 51.1 ET viene a cubrir un vacío de la anterior regulación en tres aspectos: a) contempla la causalidad de la medida extintiva; b) lo hace diferenciado entre los cuatro motivos –económicos, técnicos, organizativos y de la producción-; y c) regula la obligación empresarial de acreditar la concurrencia de dichos motivos –lo que, a la postre, es lo menos llamativo, en tanto que ése era un elemento en el que toda la doctrina judicial venía coincidiendo desde antiguo-. Con todo, es el terreno del juicio finalista donde operan las mayores novedades.

Hasta ahora, el control –o la autorización administrativa- de dichas extinciones se basaba en la pregunta: ¿los despidos van a ser útiles para que la empresa siga adelante?; en el nuevo paradigma el interrogante es otro: “ante la situación de la empresa o de cara a su futuro, ¿la extinción es razonable?”


Por otra parte, el RDL 10/2010 vincula en forma directa la causalidad y la funcionalidad de los despidos económicos individuales o plurales con los colectivos, de tal manera que la única diferencia entre ambos radica en el número de personas afectadas (a diferencia del redactado anterior, en el que existían también diversidades en relación al elemento finalista, significativamente cuando las causas eran de naturaleza económica)


Asimismo, el plazo de preaviso en el caso de despidos individuales/plurales (que, en la práctica venía a incrementar la indemnización final) se ve reducido a la mitad, pasando de treinta a quince días.


Y por lo que hace a la rebaja del coste del despido, habrá que observar que el RDL 10/2010 establece dos medidas de futuro o “diferidas”.
En el primer caso, se prevé que el FOGASA se hará cargo de la indemnización por cuenta de la empresa en cuantía de ocho días por año de servicio. Es éste un aspecto ampliamente divulgado por los medios de comunicación que en la propuesta del Gobierno de 11 de junio se limitaba a los contratos de fomento del empleo indefinido, y que ahora se extiende a todos los contratos indefinidos de cualquier naturaleza. Cabe observar, en todo caso, que los requisitos conformadores de dicho pago público de la indemnización extintiva son complejos: a) sólo afectarán a los contratos indefinidos concertados con posterioridad a la entrada en vigor del RDL –es decir, el 14 de junio-; b) sólo se refieren a los despidos económicos colectivos o individuales/plurales; y c) sólo se aplicará cuando el contrato haya tenido una duración superior a un año (por tanto, como mínimo, su efectividad sólo podrá ser comprobada a partir de junio de 2011)


Y en cuanto a la reducción de indemnización a más largo plazo, el RDL 10/2010 opta por la llamada “vía austríaca” (del 2002 o “Abfertigung Neu”): el llamado Fondo de Capitalización. En síntesis: una especie de seguro del propio trabajador (el RDL 10/2010 no dice si público o privado, ni tampoco la vía de financiación, aunque descarta incremento de las cotizaciones empresariales –lo que puede significar que las aportaciones las haga sólo el propio asalariado o que los fondos que aporten el empresario vayan en detrimento de sus cuotas de Seguridad Social-). De esta manera, a lo largo de la vida laboral las personas asalariadas irán generando un fondo económico propio que podrán hacer efectivo en supuesto de despido –con descuento, en su caso, de la indemnización a pagar por el empresario-, para el desarrollo de actividades de formación o, en su caso, en el momento de la jubilación. Cabe observar, sin embargo, que nos hallamos ante lo que podríamos calificar como una simple “idea” legislativa: el RDL se limita a indicar que deberá estar operativo a 1 de enero de 2012 y, de su contenido, se deriva la obvia necesidad de una norma de desarrollo. Y de aquí a dicha fecha va a llover mucho. Una forma como otra de ganar tiempo.


Puede, por tanto, comprobarse como en materia de despidos económicos la reforma ha apostado por un control judicial y administrativo menos intenso, simplificando requisitos. Y ha sido, de alguna forma, también sensible a la vieja reivindicación empresarial de rebajar el coste del despido, aunque en una perspectiva temporal.


Y d) Por último, el cuarto bloque de medidas se enmarca en la llamada flexibilidad interna o contractual. La nueva regulación aborda en este punto cuatro aspectos destacados: la suspensión del contrato o reducción de jornada, la movilidad geográfica, la modificación sustancial de las condiciones de trabajo, y las cláusulas de descuelgue salarial.


Cabe, en todo caso, observar las líneas generales del cambio normativo en este aspecto: por un lado, se rebajan tutelas legales de los trabajadores; por otro, se incrementan las capacidades de intervención de los sindicatos representativos y se fomentan los sistemas autocompositivos.


Iniciando nuestro análisis por la reducción de jornada, cabe observar que el art. 47 ET sufre cambios significativos: de un lado, sometiendo al actual trámite administrativo de autorización todos los supuestos, incluso los que no alcanzan el carácter de colectivos; de otro, la inclusión de las reducciones de jornada por causas económicas, técnicas, organizativas y productivas, estableciéndose, al respecto, límites de entre el 10 y el 70 por ciento de la jornada, lo que conlleva también modificaciones del régimen de cobertura de la prestación contributiva de desempleo en su modalidad parcial. Lo que, por cierto, va acompañado de un incremento –de 120 a 180 días- del período de reposición del desempleo en caso de ERE suspensivo seguido de otro extintivo que contemplaba la Ley 27/2009.


Por su parte, las figuras legales reguladas en los arts. 40 (movilidad geográfica) y 41 (modificación sustancial de las condiciones de trabajo) ET tienen determinados elementos comunes u horizontales. Básicamente, los siguientes: a) reducción del período de consultas, en tanto que el término de quince días que hasta ahora era mínimo, deviene máximo; b) articulación de mecanismos de intervención sindical ( en la interlocución con el empleador en el período de consultas en aquellos supuestos en los que no exista representación legal en la empresa, con delegación en los sindicatos más representativos o meramente representativos de la negociación en nombre de los trabajadores, y, en su caso, de las organizaciones patronales, por la empresa); y c) potenciación de la mediación y el arbitraje como mecanismo solutorio de las divergencias en el tiempo de negociación entre las partes, antes de que la novación contractual se haga efectiva.


Con todo, aquello que resulta más llamativo del RDL 10/2010 es el cambio que experimenta la institución de la modificación sustancial de las condiciones de trabajo. Operan aquí dos modificaciones substantivas que comportan una evidente pérdida de capacidad decisoria de los trabajadores.


Por un lado, se incluye en el art. 41 como tipo la distribución del tiempo de trabajo lo que –lógicamente y al albur de una reflexión más profunda en la materia- habrá que entender referido a la llamada distribución irregular; es decir, se pierde la capacidad codecisoria del convenio o, en su defecto, de los representantes legales de los trabajadores que actualmente contempla el art. 34.2 ET. Y, de otra, se limita también el nivel de codecisión entre empresa y representantes legales a fin y efecto de cambiar aspectos convencionales fijados en convenio sectorial en el ámbito de la empresa. De esta manera, si no se llega a un acuerdo deberá recurrirse a los mecanismos autocompositivos surgidos de la autonomía colectiva, bien sea la mediación, o, especialmente, el arbitraje. Se pierde en consecuencia, y sin perjuicio de las reflexiones que posteriormente haré, la capacidad de veto del sindicato o del comité o los delegados sindicales.


Y, finalmente, el Gobierno se ha puesto firme en relación con las cláusulas de descuelgue salarial. De esta manera la genérica obligación de regulación o el régimen subsidiario aplicable, en el caso de incumplimiento de dicha obligación que establecían los anteriores arts. 85. 3 c) y 82.4 ET, se ve ahora substituida por una intervención heterónoma notoria, de tal manera que la Ley contempla en forma exhaustiva el régimen de negociación aplicable entre las parte, los plazos y las formalidades (así como el régimen de substitución de los sindicatos representativos o meramente representativos en el caso de ausencia de representación en la empresa y el sometimiento a la mediación y arbitraje autocompositivo, en redactados prácticamente idénticos a los referidos en los arts. 40 y 41 ET), dejando en manos de la negociación colectiva únicamente la concreción de la composición que pueda surgir en el caso de discrepancia –en relación a la autocomposición a la que se ha hecho referencia-.


Sin duda que nos hallamos ante una modificación normativa que invade notablemente el terreno de la autonomía colectiva. Y, de entrada, ello es criticable. Pero en todo caso creo que debe hacerse matización: la intervención del legislador, cual elefante en cacharrería se debe a que los convenios colectivos no han hecho los deberes.


Me explico: es, sin duda, lamentable que el régimen codecisorio en materia de distribución irregular de la jornada acabe perdiéndose. Pero, ¿qué ha hecho la negociación colectiva en la materia?. La respuesta es simple: en el caso de los convenios colectivos sectoriales estatales un treinta y seis por ciento de los mismos se limitan a reproducir el marco legal –lo que conlleva carta blanca al empresario para modificar los horarios-.; en el 50 % de los casos se contemplan genéricas referencias a los períodos de recuperación y regulación de períodos mínimos y máximos. Y sólo trece convenios –de un total de 160- contemplan tutelas efectivas –como limitaciones personales, plazos de praviso u otros requisitos-. En todo caso, la causalidad de la medida brilla por su ausencia. Y sólo 21 normas colectivas –reitero, sobre 160- contempla medidas, más o menos intensas de participación. Ello por no hablar que la figura de la modificación sustancial de las condiciones de trabajo sólo se contempla en 14 convenios sectoriales estatales, de los cuales 11 no son más que remisiones o reiteraciones del texto legal.


A idénticas conclusiones cabe llegar respecto a las cláusulas de descuelgue salarial: la imposición por el legislador de la misma en la reforma del 1994 ha comportado que nuestro panorama negocial esté lleno de exigencias de requisitos formales exorbitantes. Así, por ejemplo, auditorias económicas en sectores en los que predominan las pequeñísimas empresas (lo que comporta que al empleador le salga más económico pagar el incremento retributivo que acudir al mecanismo de descuelgue, aunque la empresa vaya realmente mal), plazos, formalismos, etc. Y todo ello significa que una empresa en dificultades difícilmente acuda a esa medida –mucho menos gravosa que los despidos-. Y aquí se junta, ciertamente, el hambre con las ganas de comer: todos esos requisitos exorbitantes en muchas ocasiones son bien vistos por el sindicato –que evita mayores desarticulaciones del colectivo afectado por el convenio-, como por la patronal –que se preocupa por posibles situaciones de competencia interna en el sector-.


Por tanto, esa intromisión –sin duda ilegítima, lo que quiere decir ilegal- del legislador en la negociación colectiva quizás tenga también otros culpables: la incapacidad de los agentes negociales de conformar los convenios colectivos como un instrumento de regulación de la flexibilidad.



4. Unas breves conclusiones.


¿Es esta reforma la que necesita nuestro mercado laboral en aras a articular mecanismos de adaptación al necesario cambio de modelo productivo? Tengo ahí pocas dudas: la respuesta, categórica, es no.
En primer lugar, porque la modificación sigue instaurada en el falso paradigma de la creación de empleo a través de la mutación del régimen legal de relaciones laborales.


En segundo lugar, porque el RDL 10/2010 continua la lógica periclitada de intercambio de flexibilidad en la salida por flexibilidad en la entrada (temporalidad)


En tercer lugar, porque la flexibilidad, como nueva realidad productiva, no puede regularse por Ley: es ésa tarea ineludible y específica de la negociación colectiva.
Por tanto, aquello por lo que debería haberse apostado es por una modificación radical de nuestro modelo y de nuestro sistema de negociación colectiva.


En cuarto lugar, porque se instala en un concepto de flexibilidad contractual unidireccional, que omite que también el trabajador tiene derecho a disponer –dentro de los obvios límites del contrato de trabajo- de su tiempo de trabajo, del contenido de su prestación laboral y de su vida de trabajo. Nada dice la reforma en este punto.
En quinto lugar, porque omite la regulación de aquellos aspectos más sensibles de la adaptación de la flexibilidad, como son el papel de los acuerdos y pactos de empresa –allí dónde realmente se regula la flexibilidad, sin que su articulación legal y su relación con el convenio esté clara- y la necesaria regulación de la descentralización productiva, con nuevos mimbres que superen la aplicación de ancestrales instituciones del Derecho del Trabajo –como las contratas, la cesión ilegal de trabajadores, la sucesión de empresas y nuestro concepto de responsabilidad en el grupo de empresas- a la nueva realidad. No está de más recordar aquí que el establecimiento de límites en la contratación por obra y servicio puede comportar que la lógica jurisprudencial actual aplicable a dicha figura en el caso de contratas –y en relación con los nuevos requisitos de sucesión de empresas- se venga abajo. Si esta interpretación jurisprudencial era mala –en tanto que consagraba una especie de contratos fijos-no indefinidos para los sectores que prestan servicios en régimen de contratas impropias-, la consecuencia es peor: a los tres años las personas asalariadas afectadas se irán a la calle.


Y en sexto y último lugar: porque el RDL 10/2010 no va a servir para superar la fragmentación de condiciones contractuales actualmente existente y, en consecuencia, la gangrena del mandato constitucional de igualdad efectiva. Más bien, lo va a agravar.
Es lo malo de no tener las cosas claras. El nuevo marco legal no va a servir para adaptar nuestro mercado de trabajo a un nuevo modelo productivo. Y tampoco va a saciar el hambre de los empresarios en la reclamación de su trozo de pastel.
¿Quién ha ganado? Me atrevería a decir, visto el contenido, que la patronal a los puntos, pero por muy escaso margen. Y, sin duda, ello es especialmente significativo tras los combates anteriores –como las reformas de 1994 y 2001- en las que la victoria empresarial fue por KO técnico al primer combate (a diferencia de las reformas de 1997 y 1998, en las que ganaron los sindicatos a los puntos, en forma holgada)
¿Es esa apurada derrota a los puntos suficientes para convocar una huelga general?. Creo que es una mala pregunta –y, por ende, un mal planteamiento de los sindicatos si dicha movilización se plasma únicamente contra el cambio normativo en curso-. Probablemente una modificación legal así no alcanza a que se tome una medida tan extrema. Pero, sin duda, si dicha huelga se plantea –máxime por su acertada inclusión en las movilizaciones europeas del 29 de septiembre- no tanto en relación al cambio normativo, sino respecto a la recuperación de la capacidad de decisión por los hombres pobres libres –es decir, nuestro derecho a decidir el modelo social y económico a través del voto, sin chantajes de las instituciones financieras-, si se plantea por tanto, en clave de estricta reivindicación del concepto de democracia ciudadana, entonces estará plenamente justificada.


Porque de esa huelga depende algo más que un debate parlamentario. Depende pasar de la actual preoligarquía a la plena oligarquía, en el caso que fracase (y la movilización de funcionarios previa no augura nada bueno)


Es nuestra última esperanza. Porque hoy por hoy son los sindicatos –con todas sus carencias- los últimos tablones de civilidad a los agarrarnos tras el naufragio.