27 March 2008

EL PACTO SOCIAL POR LA INNOVACION TECNOLOGICA

EL PACTO SOCIAL POR LA INNOVACION TECNOLOGICA

José Luis López Bulla

(Observatorio Sociolaboral. Fundación sindical de Estudios, 2004)

Parto de la siguiente consideración: la flexibilidad no es ya un fenómeno contingente, sino estructural y de muy largo recorrido; la flexibilidad no es ya un “método” puntual sino algo que recorre las diversas formas de la producción y los servicios, y, por así decir, atraviesa las actuales formas de vida: en esto tiene un notable parecido con el fordismo. Sigo, la flexibilidad es consecuencia de dos tipos de fenómenos: una, las decisiones subjetivas que pone en marcha quien, de manera unidireccional, está gestionando la flexibilidad, esto es, el dador de trabajo; otra, pero también es el resultado objetivo de la formidable versatilidad de la nueva tecnológica. Decisiones subjetivas y resultado objetivo se interrelacionan y condicionan mutuamente, y hasta la presente están bajo la hegemonía del empresario que, en la actual etapa, está conociendo un importante proceso de relegitimación social y política.

Esta hegemonía tiene una característica muy relevante: se ha esforzado (y en parte lo ha conseguido) en hacer ver que lo que es subjetivo aparezca, en esa lógica, como objetivo. O lo que es lo mismo, ha impregnado por doquier que la falacia de las decisiones subjetivas sean vistas como elementos objetivos de un (necesario) desarrollo objetivamente inevitable de la economía: la precarización es necesaria y objetiva para el desarrollo del empleo; los intentos de eliminación de derechos, normas y reglas son objetivamente una necesidad para, dadas las cortapisas que imponen, la creación de puestos de trabajo y el buen funcionamiento de la economía. Hay que decir, sin el menor asomo de descaro, que en esa transmutación de lo subjetivo en objetivo ha caído un buen cacho de la izquierda, contagiada o no por tales revelaciones. De manera que una parte de la izquierda ha estado distraída en estos asuntos y otro sector, igualmente significativo, ha corrido como un galgo para darse ‘el abrazo aristocrático’ con sus tradicionales adversarios, algo tan conocido que ya lo denunciaban nuestros viejos conocidos, los fabianos de antañazo.

Pero, retomemos el hilo conductor. Digamos, pues, que quien interpreta subjetivamente y pone en marcha este epifenómeno --que es la flexibilidad-- está no sólo imponiendo unos nuevos modelos de organización del trabajo, sino proponiendo, también, nuevas formas de vida de las personas, desde el trabajo hasta los últimos recovecos extralaborales; y que, derruido el fordismo, queda la flexibilidad como ortopedia no coyuntural sino de largo recorrido. Todo ello en una gigantesca transformación de los aparatos productivos y de servicios que está siendo acompañada por una práctica (subjetiva, hemos dicho) de vasto unilateralismo empresarial. que se caracteriza, entre otras cosas, por: un intento de manumisión de los derechos de ciudadanía social y la congelación del Derecho laboral, de un lado; y, de otra parte, por la desmembración del mercado de trabajo. La lectura autoritaria de la flexibilidad es, así las cosas, equivalente a precarización y extrema fragilidad de las condiciones de trabajo, empezando por un cambio de metabolismo del contrato de trabajo que poco va teniendo que ver con el que idearon los padres fundantes del iuslaboralismo nacido en Weimar: un asunto que machaconamente nos recuerda el maestro Romagnoli, uno de los grandes patricios del fértil Derecho laboral europeo; un asunto al que no se le presta la debida atención fuera de los profesionales de tan noble disciplina.

Afirmo que es posible otra flexibilidad, que es necesaria para un nuevo avance en la humanización del trabajo y en el trabajo. Digamos que esta flexibilidad debe insertarse como hipótesis de nuevas posibilidades en otros sistemas de organización del trabajo. Lógicamente estoy proponiendo que la flexibilidad sea obra del pensamiento y la acción de dos sujetos fuertes: la política de izquierdas y el sindicalismo confederal, cada uno con sus propias prerrogativas y (diversos) puntos de vista. Lo que no parece conveniente es la repetición de la vieja historia de antaño: las izquierdas y la familia sindical atrapadas y cooptadas en la lógica infernal, primero, del taylorismo y, después, del fordismo. Por lo tanto, mi punto de vista es: se necesitan normas, tutelas y garantías que permitan al trabajo asalariado “vivir” la flexibilidad sin miedos y angustias. O, si se prefiere: pasar de la flexibilidad entendida como patología a la que comporta oportunidades y autorrealización personal. Esta es la tesis que expongo de manera tan esquemática como me lo permite el espacio de este artículo. Porque, además, los viejos institutos que han estado en vigor (fruto de la antigua ordenación de las relaciones laborales en Occidente), tales como el contrato de trabajo y los sistemas de organización del trabajo, están cambiando de naturaleza con la irrupción desbocada de la flexibilidad. Aquellos viejos institutos, con sus aparatos jurídicos y garantías de las negociaciones colectivas, están dando paso a un “territorio” sin normas y controles.

Una primera conclusión sería: es urgente una reflexión acerca de la discontinuidad histórica que representa la flexibilidad estructural, y son no menos urgentes unas medidas (políticas y sociales) que aborden la lógica tensión entre flexibilidad y seguridad. Esto podría concretarse en que el sindicalismo y la política compartan diversamente el paradigma de cómo hay que intervenir en el actual estadio que denominaré de innovación-reestructuración de los aparatos productivos y de servicios. Digo ‘diversamente’ porque unos y otros tienen una personalidad diferente como distintos son sus objetivos. Al sindicalismo confederal le correspondería poner en marcha una vasta cultura negocial que entrara a fondo en la cuestión tecnológica en todos los intersticios de su contractualidad; de este modo se comportaría como un sujeto contractual fuerte y poderosamente incluyente, al tiempo que ejerce de sujeto implícitamente legislador, pues sus hechos negociales son fuente de Derecho. La política, desde su no menos acendrada autonomía, estaría cumpliendo su cometido, esto es, procurando utilidades a la sociedad desde sus propias funciones de representación institucional.
He dicho que nos encontramos en una fase de innovación-reestructuración de los aparatos productivos y de servicios. Que tampoco es ya coyuntural sino esencialmente de largo recorrido. Es en ese estadio donde la alteridad sindical debe situarse, tirando por la ventana los (pocos o muchos) residuos culturales de su personalidad fordista que era propia de antaño. Esto es, si el fordismo industrial está muriendo velozmente, el sindicalismo debe proceder a su propia metamorfosis, también de manera veloz. Porque, en caso contrario, iría perdiendo a marchas forzadas importantes espacios de poder contractual en la cuestión salarial, las condiciones de trabajo y la influencia de todo ello en el régimen de pensiones y protecciones sociales. O lo que es lo mismo: se trata de que el sindicalismo confederal busque, ahora mismito, el vínculo fuerte entre su intervención en el actual paradigma y los sistemas públicos de protección social. Téngase en cuenta que, a la vuelta de la esquina, los poderes públicos volverán a la carga con la reforma de las pensiones, después de los movimientos de franceses y alemanes. Y no es posible una reforma duradera de los sistemas de protección social sin su vinculación con el hecho tecnológico.

Así las cosas, viendo cómodamente los toros desde la barrera, le digo a mis cofrades sindicalistas: es preciso entrar de lleno en un Pacto social (de largo recorrido) por la innovación tecnológica. Con sus propios contenidos específicos, ya no fordistas, y sus correspondientes espacios contractuales, tampoco fordistas; también con sujetos negociales, esto es, el sindicato dentro y fuera de la empresa como agente principal de dicha contractualidad. Creo que éste es el gran desafío que rehuye la contraparte por dos razones: una, porque quiere gobernar discrecionalmente los procesos de cambio; otra, porque cree que su vasto unilateralismo empresarial le facilitará cómodamente una nueva acumulación de capital, gobernada sin nuevos y simétricos derechos sociales propios de la innovación tecnológica.

A la familia sindical le corresponde, pues, reinterpretarse y, a calzón quitado, “leer” sin complejos los contenidos de su literatura real, que son las plataformas y el resultado final de las mismas. Con esa actitud valiente podría preguntarse de manera desinhibida: ¿qué ataques a los derechos sociales vienen de la mano del empresario y qué ausencia de derechos no soy capaz de generar yo mismo con mis propias fuerzas? Lo que podría comportar la elaboración de un cuaderno reivindicativo que se corresponda con la fase de innovación-reestructuración. Y, puestos a hacerse preguntas no menos desinhibidas, la familia sindical podría caer en la cuenta de esto: ¿qué aspectos de ejercer el conflicto me interfiere la innovación tecnológica y de qué manera utilizo las potencialidades de conflicto que me depara dicha innovación?.
Me disculpo si soy excesivamente machacón, pero a efectos de lo que viene a continuación, tengo que seguir recordando que estamos en la fase de innovación-reestructuración, cuya ortopedia no coyuntural es la flexibilidad. Pues bien, hoy nos encontramos con un profundo desfase entra la velocidad y la hondura de las transformaciones tecnológicas y los saberes del conjunto asalariado y con una visible asimetría entre tales mutaciones y los saberes de la familia sindical. Una y otra se traduce en las siguientes anomalías: a) a la persona que trabaja se le exige que sepa hacer, que esté en condiciones de intervenir a todo meter ante cualquier contingencia, pero no se le da la necesaria y suficiente formación (e información) concretas para hacer aquello que se le demanda; y b) la familia sindical se autoexije el correspondiente general intellect, toda una obsesión del famoso barbudo de Tréveris, para ejercer su propia alteridad.

Vale la pena, pues, preguntarse ¿de qué manera, en la fase actual, el conjunto asalariado está en condiciones de tener acceso al universo de los saberes como derecho fundamental de ciudadanía social? ¿y de qué modo la familia sindical pone en marcha, también con una legislación de apoyo, un nuevo compendio iuslaboralista de reapropiación de los saberes?.
También en este orden de cosas, el sindicalismo confederal y la política pueden compartir diversamente la configuración de un Estatuto de los Saberes. El primero, estimulándose para introducir en la gramática de los convenios colectivos (y de toda la panoplia contractual) el acceso a los conocimientos; la segunda, traduciendo toda esa fuente de Derecho en dicho Estatuto con ringorrango de ley. O sea, una estrategia global de redistribución del acceso a los saberes y a la información, democratizando la revolución digital y tecnológica. Lo que tiene su máxima importancia en estos tiempos que necesitan que el sindicalismo (y la política) valoren el capital cognitivo en todas sus intervenciones; una batalla a la que, lógicamente, hay que implicar a los poderes públicos. Y comoquiera que no hay batalla sin su correspondiente grito mediático, propongo el siguiente: Más saberes para todos. Doctores tiene la Iglesia para elaborar dicho Estatuto. No quiero rehuir la responsabilidad de indiciar algunos, todavía insuficientes, apuntes. A grandes rasgos podrían ser: a) la formación a lo largo de todo el arco de la vida laboral, b) enseñanza digital obligatoria y gratuita, c) acceso gratuito a un elenco de saberes por determinar, d) años sabáticos en unas condiciones que deberán ser claramente estipuladas...

La pregunta que me hago, en relación a lo anteriormente expuesto, es: ¿los comités de empresa están en condiciones de abordar tan importantes materias? Mi respuesta abrupta es negativa, de ninguna de las maneras. Por una razón de peso: la fase de innovación-reestructuración es global, mientras que el comité de empresa es autárquico; la economía es interdependiente y el comité es un sujeto no comunicado con “el exterior”. Se trata de argumentos que, chispa más o menos, se encuentran en las cabezas de la familia sindical, pero que por las razones que sea, no se atreve, así las cosas, a organizar el tránsito para que (gradualmente y bien gestionado) se haga el traspaso de poderes y competencias del comité hacia el sindicalismo confederal. Tengo la fuerte sospecha que, en la medida que se siga manteniendo el llamado “modelo dual de representación” (con la vigencia de los comités de empresa), será muy difícil que el movimiento organizado de los trabajadores dé la talla en esta fase de innovación-reestructuración. He dicho anteriormente que tengo la certeza de que el comité no puede abordar, por sus características, los grandes cambios de civilización (algunos de ellos, los más importantes, son de neta ruptura con lo anterior), pero queda en el aire la pregunta de si la familia sindical estará en condiciones de hacerlo. Contesto: sí, en hipótesis. Y ya se sabe que una cosa es la certeza y otra es la hipótesis.

Ahora bien, el traslado de las competencias que tiene el comité a la sección sindical de empresa (sujeto que ya tendría in toto el poder contractual en el centro de trabajo) debería comportar algunas variaciones en la forma de ser sindicato. Que serían éstas: 1) estructurar la representación social en función de la morfología de la organización del trabajo, 2) el diseño de una sóla unidad de negociación frente a la contraparte, 3) fijando el itinerario de los hechos participativos con unas normas adecuadas que establezcan quorums para todo tipo de decisiones. En resumidas cuentas, no se trata de trasladar los poderes de una casa a otra, dejando que el sindicalismo siga igual que hasta ahora. Lo que no empece que algunas de estas consideraciones puedan ser puestas en marcha ahora mismo con el objetivo de poner a la familia sindical, como dijo el clásico, en vías de llegar a ser. Por ejemplo, ¿es algo descabellado que la familia sindical confederal diga explícitamente en su mayor disposición ‘constitucional’, esto es, en los Estatutos, que la soberanía sindical reside en los afiliados y no en los órganos de representación? Estaríamos ante una nueva inmanencia del sindicalismo confederal, ante una cesura extraordinariamente positiva que provocaría dentera en quien no la pusiera en marcha. Lo que propongo para sugerir una emulación positiva entre las grandes componentes de la familia sindical.

Ahora bien, si nos fijamos atentamente en esta propuesta de la “soberanía sindical”, caeremos en la cuenta que en la forma se trata de una analogía jurídica con lo que establecen las Cartas Magnas de los países democráticas. Es decir, no se trata de ninguna concepción extremista, ni siquiera de matiz consejista. Si no fuera porque en nuestro país la expresión ‘reformismo’ tiene unas históricas resonancias, diría que lo expuesto es reformismo. Y también en el fondo. Porque la soberanía sindical significa una adecuación a la forma del trabajo tendencialmente en redes, a un incremento visible del saber general del conjunto asalariado, a una mejor relación con la propuesta del Estatuto de los Saberes, a un buen vínculo con las demandas de participación (unas veces afloradas y otras en estado de latencia) de las personas. Es decir, a la plena asunción de los (mejores) valores republicanos en el interior de la familia sindical confederal.




Este ejercicio de redacción apareció en 2004 en la revista Observatorio sociolaboral. (Madrid)