05 March 2007

EL LIBRO VERDE Y EL DERECHO DEL TRABAJO





NO ES ESO...



Miquel Falguera i Baró (Magistrado)





1.- El Libro Verde: sus precedentes y sus finalidades y objetivos



Es perfectamente conocido que la llamada Política Social Comunitaria se basa (entre otros varios aspectos jurídicos) en lo que se denomina como “política de empleo”. Dicha noción, debe ser entendida en jerga comunitaria en relación con la previsión contemplada en el art. 125 del Tratado (respecto al art. 2 y 136), conforme al cual: “los Estados miembros y la Comunidad se esforzarán, de conformidad con el presente título, por desarrollar una estrategia coordinada para el empleo, en particular para potenciar una mano de obra cualificada, formada y adaptable y mercados laborales con capacidad de respuesta al cambio económico, con vistas a lograr los objetivos definidos en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea y en el artículo 2 del presente Tratado



Sin embargo, es también notorio que esa concreta competencia de la Unión ha dado lugar a toda una retahíla de normas, declaraciones de intenciones y documentos en muchos casos contradictorios (cuando no, fallidos) y no siempre acordes con una lógica de fondo común y –lo que a veces induce a confusión- sin utilizar siempre el mismo “nomen iuris” para referirse a la misma realidad.



En todo caso, las competencias comunitarias al respecto deben buscarse en el Tratado de Ámsterdam (1997) y sus conocidas aportaciones en materia social, singularmente con la inclusión de los art. 125 a 130 en el Tratado (Título VIII), cuyo eje central es la obtención de un “alto nivel de empleo”, como una de las finalidades de la Unión. No se trata, en puridad, de una delegación de las competencias nacionales en la materia a las instituciones comunitarias en relación al empleo, sino más bien de una coordinación “fuerte” entre las políticas estatales, con intercambio anual de información y capacidad prepositiva del Consejo para elaborar informaciones y, en su caso, recomendaciones .



Sin embargo, a nadie se escapa que la “doble alma de la Unión” (de un lado, la que intenta preservar el llamado “modelo social europeo”, de otro, la que propugna la máxima liberalización de los mercados y la “desregulación” de los derechos sociales) se ha acabado plasmando en los contenidos del Tratado y sus normas de desarrollo, generalmente en detrimento de aquélla primera. Y, así, en dicha tesitura, la finalidad de consecución del “máximo empleo” se ve sometida a objetivos como la obtención de una “una mano de obra cualificada, formada y adaptable”, o a la potenciación de ”mercados laborales con capacidad de respuesta al cambio económico”. No deja de ser significativo que tan loable objetivo de empleo se limite únicamente a una mayor exigencia de adaptación de los trabajadores, en términos prácticamente cuantitativos, sin consideraciones cualitativas, con escasas referencias a otros aspectos no directamente vinculados con el factor trabajo, con sometimiento a una lógica economicista y con limitada referencia al papel de los agentes sociales. Es ésa una deriva claramente implantada en los últimos tiempos en el seno de la Unión, como se demuestra en relación al debate respecto a la llamada “Directiva Bolkestein”.



Dicha lógica economicista va a mantenerse sustancialmente incólume tras el llamado Proceso de Luxemburgo (1997), aunque experimentará algún cambio en la Cumbre de Lisboa (2000) con la aparición de la EEE (Estrategia Europea para el Empleo), pues se potenciará la participación de los agentes sociales y se incluirán –débiles- referencias a la calidad del empleo. Con todo, dentro de ese marco, el Proceso de Luxemburgo –tras la Cumbre de Lisboa- señalaba para el período 2005-2008 una serie de objetivos, entre los que expresamente –y entre otros- constaban “aplicar políticas de empleo conducentes al pleno empleo, la mejora de la calidad y la productividad del trabajo y el fortalecimiento de la cohesión social y territorial”, “mejorar la adecuación a las necesidades del mercado de trabajo”, “promover la flexibilidad combinada con la seguridad del empleo y reducir la segmentación del mercado de trabajo y “velar por que los salarios y otros costes laborales evolucionen de manera favorable al empleo



La EEE vendrá a seguir idéntica lógica de fondo, máxime cuando en ella se integró junto al Proceso de Lisboa, el de Cardiff –más vinculado con el “espíritu empresarial y la competitividad”- y el de Colonia –coordinación de políticas comunitarias en materia económica-. En esa lógica, el Consejo de Bruselas de marzo de 2005 hará suyo el informe del grupo de alto nivel “Hacer frente al problema: la Estrategia de Lisboa para el crecimiento y el empleo”, que junto con el Comunicación al Consejo Europeo de primavera de 2 de febrero de 2005, “Trabajando juntos por el crecimiento y el empleo”, significará un relanzamiento de los objetivos de Lisboa.



Es en ése marco en que aparece el Libro Verde. Así, en su parte introductoria se engarza directamente el debate que el documento propugna con la Estrategia de Lisboa. Y, de esta manera –e insólitamente- se vincula la supuesta “modernización” del Derecho del Trabajo con la noción economicista de empleo que se deriva de dicho proceso. En este sentido, no deja de ser significativa la afirmación de que “La modernización del Derecho laboral constituye un elemento clave para el éxito de la adaptabilidad de los trabajadores y de las empresas. Este objetivo debe buscarse a la luz de los objetivos de la Comunidad de pleno empleo, productividad laboral y cohesión social. Se ajusta a la demanda del Consejo Europeo para movilizar todos los recursos nacionales y comunitarios adecuados para promover una mano de obra preparada, formada y adaptable y unos mercados de trabajo que respondan a los retos derivados del doble impacto de la mundialización y del envejecimiento de las sociedades europeas.”.



Por otra parte –y como segundo elemento justificador- el Libro Verde propugna como solución una apuesta sostenida europea a nivel nacional por la flexiseguridad –o, mejor dicho, un concepto limitado de flexiseguirdad-. Y, en este sentido, se indica: “Los mercados de trabajo europeos deben afrontar el reto de conciliar una mayor flexibilidad con la necesidad de maximizar la seguridad para todos. La búsqueda de la flexibilidad en el mercado de trabajo ha conducido a un incremento de las distintas formas de contratos de empleo, que pueden diferir en gran medida del modelo clásico de contrato, desde el punto de vista tanto de la seguridad de empleo y de ingresos como de la estabilidad relativa de las condiciones de trabajo y de vida inherentes



La tercera justificación dada para la propuesta se sustenta en la necesidad de integración del mercado de trabajo, evitando su segmentación. Y así, con cita de previos estudios, se indica que debe acabarse con la lógica de las dobles velocidades en materia de tutela laborales, superándose la actual diferencia entre los trabajadores integrados con empleo permanente (“insiders”) y los excluidos o “outsiders” (es decir, desempleados, personas que prestan servicios en condiciones precarias o en la economía informal y aquellos colectivos integrados en lo que se conoce como “zonas grises” del Derecho del Trabajo). Reiterando la cita del análisis de especialistas, se da una solución al respecto: la necesidad de que los Estados miembros “evalúen y, si procede, revisen el grado de flexibilidad previsto en los contratos clásicos en lo relativo a los plazos de preaviso, los costes y procedimientos de despido individual o colectivo, o la definición de despido improcedente



Sólo después de dichas consideraciones, observa el documento una referencia genérica –vacía prácticamente luego de contenido- a la formación o aprendizaje permanentes.



Tras la mentada introducción, el Libro Verde viene postular sus objetivos en forma clara, indicándose los siguientes: a) Identificar los principales retos pendientes de respuestas satisfactorias y que muestran un desfase evidente entre los marcos jurídico y contractual existentes, por un lado, y las realidades del mundo laboral, por otro. Se hace especial hincapié en la dimensión personal del Derecho laboral y no en cuestiones de Derecho laboral colectivo. b) Reunir a los Gobiernos de los Estados miembros, los interlocutores sociales y las demás partes interesadas en torno a un debate abierto para examinar cómo puede contribuir el Derecho laboral a fomentar la flexibilidad asociada a la seguridad del empleo, con independencia de la forma de contrato, y, en última instancia, a aumentar el empleo y reducir el desempleo. c) Estimular el debate sobre la manera en que los distintos tipos de relaciones contractuales, así como los derechos laborales aplicables a todos los trabajadores, podrían favorecer la creación de empleo y ayudar a los trabajadores y a las empresas, facilitando las transiciones en el mercado de trabajo, fomentando el aprendizaje permanente y desarrollando la creatividad del conjunto de la mano de obra. d) Contribuir al programa de mejora de la legislación, fomentando la modernización del Derecho laboral, sin olvidar sus beneficios y costes globales, para permitir a los trabajadores y a las empresas comprender mejor sus derechos y obligaciones. También procede tener en cuenta los problemas que afrontan en particular las PYME para sufragar los costes administrativos derivados de la legislación comunitaria y nacional



A dichos fines se abre un plazo de consultas –como buen Libro Verde-, tras el que (con posterioridad al análisis de las propuestas llegadas por la Comisión “ad hoc”) “se presentará una Comunicación de la Comisión sobre la flexiguridad en junio de 2007”, cuyo objetivo “buscará definir los argumentos en favor de la «flexiguridad», así como una serie de principios comunes de aquí a finales de 2007 para ayudar a los Estados miembros a incrementar los esfuerzos en materia de reformas



No deja de llamar la atención que esos objetivos –que podrían ser calificados de “neutros”- vienen a escaparse de la lógica economicista de las finalidades previamente definidas. En efecto, mientras que la declaración de intenciones se decanta abiertamente por una especie de “culpabilización” de nuestra disciplina respecto a los déficits de empleo (nada alejada de la absurda lógica neo-liberal de culpar del nivel de paro a las garantías de los trabajadores), en la referida declaración de objetivos es observable un hilo conductor que –aparentemente- pretende dotar de mayores garantías a los trabajadores ante el cambio productivo. De nuevo la “doble alma de la Unión” impregna –como casi siempre- el documento comunitario.




2.- Dos críticas previas



Antes de entrar en las oportunas reflexiones sobre los puntos de debate que el documento presenta, es del todo imprescindible profundizar en dos de los elementos articuladores de la lógica de fondo del Libro Verde. Profundización de carácter crítico, formulada desde la orilla del iuslaboralismo.



La primera de dichas críticas obedece a la minusvaloración que se desprende del documento respecto al Derecho del Trabajo. En efecto, nuestra disciplina no tiene como objetivo únicamente la regulación de la política de empleo. Aún siendo notorio, no está de más recordar que el iuslaboralismo aparece hace más de un siglo como mecanismo de canalización y juridificación del conflicto social (con el objetivo declarado, por tanto, de instaurar la paz social). De esta manera, se convierte –en el marco del contrato de trabajo- en la regulación de la igualdad entre trabajadores y empresarios y, por ende, en la regulación de la productividad. Sólo, décadas después en pleno welfare, el Derecho del Trabajo vendrá a contemplar también el empleo –en sentido macroeconómico- como fin propio. A lo que cabe añadir que, por supuesto, ni las políticas de igualdad, ni las de productividad, ni las de empleo son monopolio del Derecho del Trabajo.



Es por ello claramente incorrecta la afirmación contenida en el apartado 2 del Libro Verde en el sentido de que “desde un principio, el Derecho laboral ha buscado definir la situación del empleo como principal factor generador de distintos derechos”: en todo caso, lo que ha hecho desde un principio nuestra disciplina es situar el factor “trabajo” como elemento garante de derechos sociales, lo que es muy distinto (máxime cuando el documento analizado y la propia dinámica comunitaria sitúan el concepto de empleo en la perspectiva económica, en relación a la ocupación).



Pues bien, abordar la problemática actual del iuslaboralismo omitiendo aquellas otras finalidades conformadoras (la igualdad y la productividad) no puede ser calificado más que de una visión sesgada y, por definición, equivocada. La política de empleo (ni aún en términos cualitativos) no puede ser abordada desde el iuslaboralismo sin nexo con aquellas otras finalidades. Es lo mismo que si –desde una perspectiva ideológicamente opuesta a la que se nos propone- un legislador pretendiera reforzar la igualdad entre las partes del contrato de trabajo, por ejemplo reduciendo sin más la jornada de trabajo, omitiendo sus efectos sobre la productividad y el empleo. Aún resuenan en nuestros oídos las furibundas críticas que una medida como la últimamente expresada en países como Francia y Alemania mereció desde las filas ideológicas que ahora pretenden, sin rubor, destripar nuestra lógica conformadora desde la otra vertiente.



Nuestra disciplina, por tanto, no puede ser cuarteada desde una sola de sus finalidades últimas, en tanto que eso viene a romper, amén de nuestra lógica interna, el equilibrio social. Especialmente cuando la obtención del “máximo empleo” que justifica el Libro Verde esconde en realidad –como aparece al poco de escarbar en su contenido- un ataque en toda regla a los mecanismos tuitivos de igualdad y, en consecuencia, una redistribución negativa de las rentas, afectándose, además, a otros aspectos no directamente vinculados con la política de empleo.



La segunda de las críticas a formular surge de la noción de flexiseguridad (o flexiguridad) utilizada en el documento. Es ésta una reflexión muy vinculada a la anterior.



En efecto, debemos preguntarnos en este punto qué se entiende por la famosa “flexiseguridad”. Cabe decir que es ésta una noción muy extendida en los informes y estudios comunitarios. Así, si buscamos en la web de la Fundación para la Mejora de las Condiciones de Vida y Trabajo el término anglosajón “flexicurity” hallaremos un total de 156 documentos que a él hacen mención.



No es ocioso en este momento recordar las evidencias: las relaciones laborales han cambiado desde hace años porque el modelo productivo, la organización de las empresas y la conformación del colectivo asalariado han mutado. De ahí la famosa crisis del Derecho del Trabajo. En efecto: nuestra disciplina se forjó sustancialmente en sus actuales mimbres bajo el fordismo (entendido tanto en su acepción de modelo productivo, como de valores sociales imperantes). En tanto que dicho sistema de producir –y su lógica social- ha cambiado, también deben hacerlo nuestras líneas conformadoras como disciplina jurídica. Así, la crisis de consumo de los setenta determinó un cambio radical en el modo de producir, de tal manera que la elaboración de bienes ajena a la demanda quebró, articulándose mecanismos más flexibles de producción, en función de la previa demanda (o la previsión correspondiente) de productos. Y, en paralelo, el modelo de empresa piramidal, jerarquizada y de voluntad universalizadora fue sustituido por la noción de empresa-red, descentralizada y descentralizante. Las nuevas tecnologías y la globalización productiva (respecto al abaratamiento del transporte) coadyuvaron al proceso, implantando nuevas maneras de elaboración de productos y nuevos mecanismos de organización de las empresas. El sector industrial perdió peso ante el terciario en los países europeos. Todo ello determinó que el modelo de prestación laboral “estático”, homogéneo e invariable entrase en crisis. Y, en paralelo, la diversificación del colectivo asalariado comportó la ruptura de la tradicional noción de “interés colectivo” nacida bajo el fordismo en función del interés del trabajador-tipo.



La constatación de los cambios experimentados en el mercado de trabajo vienen sustancialmente recogidas en el documento que analizamos, aunque en forma ciertamente disgregada. Se habla, así, de “la rapidez de los avances tecnológicos, la intensificación de la competencia derivada de la mundialización, la evolución de la demanda de los consumidores y el notable crecimiento del sector de los servicios destacan la necesidad de incrementar la flexibilidad. La aparición de la gestión «puntual», la reducción del horizonte inversor de las empresas, la difusión de tecnologías de la información y de la comunicación, así como una demanda cada vez más cambiante, han empujado a las empresas a organizarse de manera más flexible. Esto se traduce en diversas modalidades por lo que hace a la evolución de la organización del trabajo, el horario laboral, los salarios y el tamaño de la mano de obra en los distintos niveles del ciclo de producción. Estos cambios han suscitado la demanda de una mayor diversidad contractual, esté o no cubierta explícitamente por la legislación europea y nacional”. Puede verse como esa enumeración asistemática confunde en un “totum revolutum” causas y efectos, elementos indicidentales y elementos esenciales y, en todo caso, el orden de los factores, omitiéndose otros aspectos concurrentes en la mutación en curso.



Es evidente, empero, que –aún con un diagnóstico incompleto- no puede el iuslaboralismo negar su falta de adecuación al cambio productivo –y a los valores sociales inherentes- Debe observarse, sin embargo, que en esa tesitura caben dos posiciones de solución claramente opuestas: o bien, el rediseño de nuestra disciplina ante la nueva realidad a partir de las nuevas necesidades de los trabajadores y las empresas, cambiando aquello que haya de cambiarse, pero en todo caso manteniendo su lógica sustancialmente conformadora, o bien su capidisminución como disciplina autónoma, con sometimiento acrítico a la economía.



La mutación del modelo productivo ha comportado que durante muchos años la lectura hegemónica de la gestión del cambio se haya instalado en esa segunda lógica, confundiéndose flexibilidad –nuevo modelo productivo- con precarización –redistribución negativa de rentas-, en un discurso claramente interesado, que ha hallado un excelente caldo de cultivo legitimador en determinadas opciones ideológicas que propugnan el retorno al simple individualismo, negando tanto la existencia de intereses colectivos como la propia noción de igualdad como elementos esenciales de civilidad. Y así, el cambio en las formas y modos de producir ha sido aprovechado para aumentar las desigualdades, no sólo desde una perspectiva económica (a escala planetaria), sino (nos atreveríamos a decir que esencialmente) de distribución de poderes en la “polis” (y, por supuesto, en la empresa). No es ése, por ende, un fenómeno nuevo: todos los cambios productivos han conllevado ese fenómeno de redistribución negativa inicial. Sin embargo (la Historia es sabia) la inevitable Ley de Péndulo ha vuelto a poner luego las cosas en su sitio, aunque –lógicamente- con tutelas, garantías e instrumentos nuevos. Así, del industrialismo –tan denostado inicialmente por los trabajadores- surgió el sindicalismo (Engels dixit); y con el Taylor-fordismo nació el sindicato de industria y, con el tiempo –al extenderse sus valores sociales, como ya intuía Gramsci- lo que conocemos como Estado del Bienestar. La redistribución negativa de rentas tiene, a medio y largo plazo, efectos negativos para el modelo social previo, lo que determina la necesaria compensación a largo plazo.



El término flexiseguridad se enmarca en esa tendencia. Pero es aquí donde surge la actual ambivalencia de su contenido. Caben, en efecto, dos posibles contenidos. Uno, limitado y minimalista, consistente en dar por buena la pérdida de las anteriores tutelas de los asalariados, aunque estableciendo unos contenidos mínimos (menores que lo actuales) de garantía. Es ésa una salida fácil, posibilista, que no hace más que parchear las injusticias que el cambio genera (al menos en su etapa inicial). Se trata, en definitiva, de la aceptación acrítica de la pérdida de derechos de la mayor parte de la población, determinándose tenues líneas de normas mínimas (mucho menores a la anteriores) que, a la vez, se generalizan para todo el colectivo asalariado. De esta manera, se nos dice, se vienen a mejorar las condiciones de las personas que más sufren la mutación productiva (los “outisders”) a cambio de que los asalariados más protegidos cedan derechos. Así, el mínimo común denominador de las tutelas se ve reducido, con el consiguiente incremento práctico y real de competencias decisorias de los empleadores, lo que se justifica en aras a la mayor productividad y otras razones economicistas. Si bien se mira esa noción de flexiseguridad no es más que la validación de la regresión de derechos, su universalización. O, desde otra perspectiva, una vuelta de tuerca más en el proceso de precarización.



Es ésa, claramente, la opción de Libro Verde. Una buena prueba de ello la hallaremos en la siguiente afirmación: “El modelo tradicional de relación laboral puede no ser el adecuado para todos los trabajadores con contratos estables de duración indeterminada que han de afrontar el reto de adaptar los cambios y aprovechar las oportunidades que ofrece la mundialización. Unas cláusulas y condiciones demasiado protectoras pueden desanimar a los empleadores a contratar durante los períodos de bonanza económica. Otros modelos de relación contractual pueden reforzar la capacidad de las empresas para desarrollar la creatividad de su personal en su conjunto y aumentar su ventaja competitiva”. Ergo: hay que precarizar las condiciones de trabajo de los “insiders” –y, en consecuencia, limitar su poder negocial y social-, equiparándolas a los “oustiders”, para que las empresas ganen competitividad. Conclusión: los culpables de la actual crisis de nuestra disciplina son los trabajadores “instalados” que se resisten a perder tutelas en beneficio de los menos protegidos. El conflicto social entre trabajadores y empresarios –del que surgió, como ya hemos dicho, nuestra disciplina- se ve sustituido por un enfrentamiento en el colectivo de asalariados, en tanto que éstos deben repartirse derechos menguantes, con un coste de “suma cero” para los empleadores, lo que –en definitiva- no es más que una validación de la denunciada distribución negativa de rentas.



Cabe, sin embargo, otra noción de flexiseguridad, por la que abogamos. Ésta pasaría por la inevitable aceptación del cambio productivo, situando las necesarias nuevas tutelas del iuslaboralismo en ese panorama, cambiando aquéllo que tuviera que mutar. Una noción que no debe obviar ni la productividad ni el empleo, pero que no debe abdicar tampoco de la nota conformadora de la igualdad propia del Derecho del Trabajo. Si bien se mira el nuevo modelo productivo –la “flexibilidad”- no determina “per se” una lógica reductiva de tutelas, en tanto que –como cualquier modelo productivo- no puede ser más que calificada como “neutra” en el marco del conflicto social. Lo que sí, lógicamente, conlleva es la crisis de elementos tuitivos pensados para el previo modelo de producción. La “flexibilidad” junto a elementos que chocan con la lógica anterior (como el constante cambio en los contenidos contractuales) aporta también elementos sin duda positivos desde la perspectiva personal de los asalariados, como la necesaria y constante formación en los saberes profesionales, su mayor capacidad decisoria en la producción (superando la insultante metáfora del “gorila amaestrado” del ingeniero Taylor), y, en definitiva, el acicate personal que exige estar constantemente al día ante una realidad en mutación continua.



En ese marco el retorno a los orígenes igualitarios deviene para nuestra disciplina del todo transcendente. En otras palabras, se trata de repensar el derecho de igualdad en unas relaciones que son –lo siguen siendo- desiguales.




3. El concepto de flexiseguridad por el que abogamos



3.1. La flexiseguridad por la que nos inclinamos consiste, pues, en la resituación de los elementos de igualdad en esa nueva realidad. En ese marco, el contrato de trabajo deviene un elemento de igualdad adoptando nuevos contenidos para ambas partes. En otras palabras: no es posible –por ahistórico- sumar en el “debe” de la prestación laboral de los asalariados rupturas del tradicional concepto de estabilidad en el empleo y mayores exigencias de modificaciones constantes en el contenido del contrato y, en cambio, no incluir en el “haber” un nuevo concepto de sometimiento al poder de dirección empresarial, con mayores dosis de autonomía, una mayor disponibilidad sobre el trabajo y el tiempo de trabajo y un ejercicio regulado por los trabajadores de dosis de disponibilidad sobre la flexibilidad.



3.2 Por poner algunos ejemplos de dicha tendencia, se nos permitirán algunas consideraciones. Así, la constatación de que la necesidad del trabajador de vincularse con el cambio tecnológico y las modificaciones en los mecanismos de control que las nuevas tecnologías determinan (el trabajador transparente) han de ir acompañadas de una redifinición del ejercicio de las competencias empresariales fordistas. No es posible, por tanto, abogar por un cambio en los instrumentos productivos y los contenidos de la relación laboral que no signifique, también mayores participaciones y mayores ámbitos de decisión por los asalariados en el ejercicio de la prestación laboral, Es éste, por ejemplo, un tema que ha aparecido con fuerza en debate social en los países postindustrializados: más allá de las capacidades de control empresarial sobre elementos informáticos utilizados por los trabajadores (con posible repercusiones desde novedosas perspectivas sobre los derechos de éstos a la privacidad y/o al secreto de comunicaciones), el uso de las nuevas tecnologías determina sustancialmente un cambio esencial en el paradigma del modelo de producción, de tal manera que la referencia de determinación del contenido de la prestación laboral desplaza del factor “tiempo de trabajo” por el de cantidad y calidad de trabajo prestado. En la cadena de producción fordista lo que compraba el empresario era el ejercicio de los saberes profesionales del asalariado a lo largo de las ocho horas de jornada. En la flexibilidad el “quid pro quo” muta en muchas ocasiones: lo que se compra es la prestación de trabajo en función de la obtención de unos determinados objetivos marcados previamente. El elemento temporal del contrato, pues, se difumina, primándose –básicamente- los logros obtenidos. Es por ello que, de alguna manera, los asalariados recuperan en cierta medida una mayor disponibilidad sobre su tiempo de trabajo. En consecuencia, los mecanismos empresariales de control de la producción deben, también, adecuarse a esas nuevas exigencias.



3.3 Por otra parte –y en íntima relación con la previa reflexión-, la flexibilidad ha de ser bidireccional en el contrato de trabajo. Las nuevas técnica productivas determinan, como se ha dicho y es notorio, una mayor capacidad de decisión de los empleados en el ejercicio de la prestación laboral: No se trata sólo de que el empresario tenga más competencias para distribuir, por ejemplo, en forma irregular la jornada de trabajo (aspecto necesario ante la nueva vinculación entre producción y demanda), sino también de que los asalariados puedan hacer lo mismo –siempre que no se afecte negativamente a la productividad- por intereses formativos, personales o familiares. Lo mismo cabría decir, en relación a las nuevas realidades contractuales “dinámicas” de aspectos como la movilidad funcional, la modificación de las condiciones de prestación de los servicios (singularmente en materia de tiempo de trabajo), las suspensiones contractuales o la movilidad geográfica.



3.4 Otro de los aspectos a abordar en la noción de flexiseguridad por la que abogamos es el relativo al concepto de “estabilidad en el empleo”. Ciertamente el modelo de carrera profesional unidireccional en una sola empresa a lo largo de toda vida laboral se halla en clara regresión (salvo en la función pública), en tanto que la constante mutación laboral, los cambios tecnológicos y las readecuaciones empresariales conllevan esa realidad. Ahora bien, no puede confundirse esa crisis del modelo tradicional del mentado principio con la necesidad de implementar mayores dosis de temporalidad en las relaciones laborales. Como después analizaremos, la experiencia española demuestra –quizás mejor que ninguna otra- que la temporalidad no es un buen instrumento para el empleo: al contrario, la temporalidad conlleva precarización y afecta negativamente al derecho a la igualdad, a la productividad de las empresas y a la formación de los trabajadores.



Ciertamente, las nuevas necesidades productivas (por causa de la vinculación de la producción con la demanda y sus efectos en la gestión de recursos humanos) comporta altibajos en las necesidades de mano de obra por los empleadores. Ahora bien, el uso de contratos temporales para dicho fines significa, en muchas ocasiones, una precarización de las condiciones contractuales de las personas afectadas, en tanto que su fuerza negocial ante el empresario es inferior (sin que deba obviarse su menor impacto en el discurso sindical). Es por ello que deben repensarse los instrumentos de vinculación tradicionales de esos trabajadores con las empresas que, en principio, no deberían pasar tanto por la duración del contrato, sino por la ordenación del tiempo de trabajo, dotando a los empleadores de modelos contractuales más flexibles en materia de jornada y horarios.



3.4 bis Por lo que hace a las empresas de trabajo temporal, debe recalcarse (desde la experiencia española) la necesidad de que las mismas tengan por finalidad única la aportación de mano de obra especializada ante necesidades empresariales puntuales, limitadas en el tiempo y que no enmascaren la existencia de un concreto puesto de trabajo de carácter indefinido. En demasiadas ocasiones las ETT son utilizadas no para dicho fines, sino para la exoneración de responsabilidades de la empresa usuaria, por la relación triangular que de ellas se deriva, en una relación más propia de la figura del “marchandage” o cesión ilegal de trabajadores. Creemos importante hacer un especial énfasis en que esas empresas (surgidas en el tiempo mucho antes del cambio productivo analizado) no son “per se” –y contra lo que señala el Libro Verde- un instrumento de gestión de la flexibilidad: ciertamente, es comprensible que una empresa concreta ante una punta productiva excepcional acuda a una ETT, a fin de que ésta aporte –mientras dura la situación específica de demandada de mano de obra- trabajadores especializados, evitándose así trámites de selección y/o de formación, que pueden ser contrarios, por el factor temporal, a la urgencia de producción creada. Es evidente, sin embargo, que si esa necesidad se dilata en el tiempo (bien en forma continuada, bien en forma periódica) no nos hallaremos ante una realidad que justifique la no condición de empresario del empleador usuario. No hay, por tanto, aquí elemento específico y singular relativo a la flexibilidad. Si las necesidades de mano de obra son permanentes –aunque en forma discontinua- lo que deberán articularse a través de los oportunos mecanismos nacionales, tal y como ya se apuntaba en el párrafo anterior, son vínculos indefinidos de carácter flexible en relación al tiempo de trabajo (insistimos, como también más arriba se apuntaba, en la noción de flexibilidad bidireccional), a través de reglamentaciones nacionales que huyan de parámetros rígidos o de limitaciones. Por otra parte, es obvio que el uso de las ETT no puede ser en ningún caso un instrumento de precarización de las condiciones de trabajo (especialmente en materia salarial y de jornada de trabajo: en tanto que éstas aportan mano de obra especializada y formada, ningún sentido una subindiciación salarial para los afectados en relación a la plantilla de la empresa usuaria. En caso contrario (a la experiencia española nos remitimos) se corre el riesgo de que el trabajo en misión se convierta en un mecanismo de pura reducción de costos salariales.



3.5 Otra de las reflexiones que queremos aportar se basa en la constatación de que la flexibilidad se sustenta en la diversidad. El nuevo modelo productivo, en efecto, ha comportado la quiebra del modelo regulador universal que la Ley o la heteronomía imponen (al menos en las experiencias continentales, singularmente meridionales), puesto que ambas se basan en la generalidad y en la abstracción de los contenidos concretos y de las realidades ínclitas. A lo que cabe añadir la existencia de nuevos colectivos asalariados y el hecho de que junto a empresas adaptadas a lo nuevo siguen existiendo otros centros y sectores de matriz claramente fordista, lo que empece todavía más la uniformidad de la Ley. Si a ello se suma que la autonomía individual –el contrato de trabajo en sentido estricto- no comporta, como fuente autónoma, más que un refuerzo de las capacidades decisorias empresariales (como la práctica secular de nuestra disciplina demuestra), el resultado es obvio: la adaptación del contenido contractual ante lo nuevo no puede más que sustentarse, básicamente, en la autonomía colectiva. En tanto que la Ley retrocede (pues la quiebra del modelo universal y homogéneo de relaciones laborales impele a ello) la juridificación de las tutelas determina que la regulación deba ser cubierta por las otras fuentes del Derecho del Trabajo. La cobertura del vacío que deja la Ley a través de la autonomía individual no es más que una regresión en beneficios del empleador (sin perjuicio de la resituación en ese marco de determinados aspectos relativos a colectivos singulares). De ahí que la norma colectiva, por su capacidad de adaptación, modificación y limitación temporal deviene idónea a dichos efectos, especialmente en el ámbito empresarial. En todo caso, es obvio, empero, que esa constatación ha de ir acompañada de un nuevo modelo de norma colectiva, tanto por lo que hace a los instrumentos formales como en sus contenidos y en relación con su articulación interna.



Debemos reseñar, en todo caso y desde la perspectiva española, en la necesidad de que la reglamentación legal o convencional establezca mecanismos diferenciados en función de la realidad de las empresas, tanto desde la perspectiva del número de asalariados como de la realidad productiva. Uno de los mayores defectos de nuestro ordenamiento es que no establece ningún tipo de diferenciación en la materia, siendo las posibilidades de adaptación por parte del juez muy limitadas. Ello determina concretas disintonías prácticas como la práctica equiparación –aún existiendo singularidades menores- entre la gran y la pequeña empresa a la hora de tramitar un despido colectivo por causas económicas, técnicas, organizativas y de la producción, sin que la Ley diferencie no sólo los requisitos y trámites a cumplir (reiteramos que salvo concretos aspectos puntuales) sino, muy especialmente, desde el punto de vista de la proporcionalidad y justificación de las causas extintivas alegadas.



3.6 La anterior constatación, sin embargo, no puede significar una retirada del Estado en su papel regulador de mínimos contractuales laborales y su función de policía administrativa. Asistimos, en demasiadas ocasiones, a llamamientos a la “desregulación” del mercado de trabajo que, en definitiva, no persiguen más que el incremento de competencias empresariales –por tanto, discutir la actual distribución de fuerzas entre los colectivos sociales-. Una cosa es que la norma heterónoma tenga, forzosamente y por los motivos expuestos, que retroceder ante la diversidad productiva, y otra, muy distinta, que cada Estado –o la Unión como tal- decline su papel de determinación del modelo social y económico “ad hoc”, dejando en manos de la “ley de la jungla” (y por tanto, de la parte más fuerte: el empresario) las normas mínimas aplicables al contrato de trabajo, renunciando a la regulación y a la intervención correctiva para la preservación de dicho modelo. Ciertamente en otras realidades imperan niveles de intervención del Estado mucho más limitados. Es obvio, sin embargo, que aunque en esas experiencias pueda existir un mayor nivel de empleo –y, en algún supuesto, una mayor productividad- el porcentaje de “outsiders” es mucho mayor que el Europeo (es decir, más empleo en peores condiciones), lo que, en definitiva afecta tanto a la igualdad social como a la propia cohesión societaria.



3. 7 Por otra parte, aparece evidente la necesidad de resituar los poderes en la empresa, especialmente en relación a cómo se produce. En efecto, la empresa –como célula básica de producción- ha tenido siempre un elevado coste para la sociedad (especialmente en materia de coberturas de prestaciones sociales y de salud laboral) sin que, generalmente, ese coste se haya traspasado a las cuentas de resultados de las empresas (aunque sí a los bolsillos de la ciudadanía, vía fiscal). Sin embargo, es evidente que los nuevos modelos productivos exigen una mayor y constante formación –que, en general, pagamos los ciudadanos con nuestros impuestos-. Lo mismo cabría decir de los costos vinculados a transportes y distribución, que se han incrementado ante el fenómeno de la globalización y la desentralización. A lo que cabe añadir el impacto ecológico de la producción –que también pagamos los ciudadanos- y el continuo traspaso a los consumidores de determinadas fases últimas productivas que el abaratamiento de costes determina. Si los ciudadanos de las sociedades opulentas pagamos una buena parte de la producción (en costos directos e indirectos) y suplimos la mano de obra directa a través de la propia autorrealización del servicio, resulta evidente que alguna cosa tenemos que aportar a qué se produce y cómo se produce. Y, en ese marco, los asalariados de las empresas –que son, en definitiva, también consumidores- tienen alguna cosa que decir.



3.8 A una reflexión similar cabe llegar en relación a los fenómenos de descentralización productiva. Es ésa una realidad muy vinculada a las nuevas formas de producir, en tanto que –como más arriba señalábamos- éstos afectan también a la propia organización de la empresa. Debe observarse, sin embargo, que en muchas ocasiones –como la experiencia demuestra- dicha descentralización no obedece tanto a necesidades productivas, sino a un abaratamiento de costes salariales que acaba afectando a la larga a la calidad del servicio prestado y a la productividad. En ese marco deben repensarse también los mecanismos jurídicos de tutela (tanto legales como colectivos), a fin de evitar prácticas fraudulentas que no persigan más que la disminución del salario global, el aumento de jornada o la simple precarización de las condiciones contractuales a través de simple ingeniería jurídica societaria. Es por ello que la extensión de responsabilidades en las diferentes realidades intersocietarias ha de cobrar una importancia significativa respecto a grupos de empresa, contratas y subcontratas y sucesiones o cualquier otra realidad de descentralización de la producción o los servicios. Se trata, en ese sentido, de diferenciar entre los fenómenos de descentralización en aras a motivos productivos, técnicos, de incremento de la productividad o de prestación de mejores servicios, de aquellos otros que sólo persiguen la precarización. Es ello postulable, especialmente, de aquellas prácticas surgidas en los últimos tiempos –como empresas de servicios integrales o aparentes cooperativas- que, en realidad, se limitan a la simple aportación de mano de obra. En ese marco, las regulaciones específicas deberían contemplar claramente la necesidad de que el acceso a la descentralización productiva queda limitado únicamente a un vínculo entre las distintas empresas contratantes, excluyendo cualquier capacidad decisoria de la empresa principal respecto a la prestación de servicios de los trabajadores de la contratada.



3.9 El fenómeno de la descentralización productiva va en muchas ocasiones acompañado del desplazamiento de determinadas actividades de la empresa hacia relaciones aparentemente no laborales; es decir, lo que se conoce como “paralavoro” o trabajo autónomo dependiente. Es ése un fenómeno muy generalizado que va “in crescendo”, no sólo en actividades accesorias o complementarias a la producción central de la empresa, sino que en ocasiones se afecta al núcleo duro de dicha producción. Las nueva tecnologías, por otra parte, propician un discreto retorno a la figura del contrato de trabajo a domicilio, vía “teletrabajo”, aunque con unos problemas muy distintos a los derivados de su configuración tradicional. Esa lógica determina en muchas ocasiones en la práctica otra vía de abaratamiento de costos retributivos para las empresas, así como una notable pérdida de tutelas para los afectados. Como se afirma en el iuslaboralismo español, es el pase de la “jungla al desierto de derechos”: esos colectivos quedan fuera del Derecho del Trabajo y se insertan en la relación civil ordinaria de arrendamiento de servicios, con el condicionante de que –en la mayor parte de ocasiones- su cliente es único, y con generales efectos en materia fiscal y, especialmente, de Seguridad Social. No es fácil, en ese marco, determinar en muchas ocasiones las tenues fronteras que separan el contrato laboral de esa otras realidades: de ahí, la conocida noción de “zonas grises”.



Con todo –y pese a dicha dificultad- se nos antoja evidente la necesidad de diferenciar, de nuevo, entre aquellos supuestos en los que esa descentralización en profesionales ajenos obedece a causas productivas y no enmascara un fraude de ley, de aquellos otros supuestos en los que la finalidad última no es más que la reducción de costos salariales y la precarización de las condiciones de trabajo. Es evidente, en ese sentido, que –como el propio Libro Verde indica extensamente- las últimas tendencias aparecidas en determinadas experiencias nacionales –entre ellas, el Estado español y un proyecto de Ley en fase de tramitación avanzada- pueden tener un doble efecto contradictorio: mientras que por una parte sirven para ampliar los derechos de los autónomos parasubordinados, por otra pueden determinar –en función de los parámetros de redacción y los criterios aplicativos de los mismos- una especie de “legalización” de las prácticas fraudulentas, es decir, de aquellas realidades que, bajo la apariencia de un arrendamiento de servicios, ocultan, en realidad un contrato de trabajo. Es por ello que, desde nuestro punto de vista, la regulación de dichas situaciones debe regular y determinar con claridad la figura, instrumentando las medidas oportunas a fin de evitar el fraude de ley o la precarización.



3.10 Ítem más: el Derecho del Trabajo ha tenido siempre –en base al pacto implícito del welfare- un ámbito nacional o comunitario. Sin embargo, la globalización productiva comporta la fragmentación de la producción, de tal manera que determinadas actividades son transferidas –vía deslocalización- a otros países. Es ésa una lógica que no puede ser calificada más que como “neutra” (con independencia de sus posible efectos negativos para las personas o territorios afectados), siempre que en aquellos otros países se respeten los derechos mínimos que determinan que el trabajo sea trabajo y no “paraesclavitud”. Es por ello que cabe exigir tanto a las autoridades comunitarias como nacionales un control de respeto a las normas mínimas de la Organización Internacional del Trabajo en aquellos otros países, al tratarse éstas de un “ius cogens” mínimo exigible. No deja de ser sintomático, en ese sentido, que mientras estamos asistiendo a la internacionalización del libre comercio –con reglas coercitiva en su caso- no se contemple en paralelo una internacionalización de los derechos básicos de ciudadanía en el trabajo.



3.11 La relación laboral tradicional sigue aún anclada en parámetros conceptuales que parecen, a menudo, más cercanos a las servidumbres que a los contratos. Ciertamente hace ya años que se ha implementado en el campo iuslaboralista el debate sobre los llamados “derechos inespecíficos”, que podríamos resumir –por reducción- en la práctica por los asalariados en el centro de trabajo y en el marco del contrato de trabajo de los derechos fundamentales o de ciudadanía. Debemos recordar, sin embargo, que ése es hoy un debate inacabado, en el que resta aún un largo camino por recorrer, en tanto que a las deficiencias históricas –por lo tardío del debate- se suman ahora la problemática que emerge del uso de las nuevas tecnologías en la producción. No debe olvidarse, en dicho sentido, el notable incremento social de la exigencia de respeto de la dignidad de la persona, aún dentro de relaciones subordinadas como las laborales, especialmente en aquellas situaciones que han sido calificadas como de “acoso psicológico o moral” o “acoso discriminatorio”. Aparece aquí también, pues, una puesta en entredicho de determinadas prácticas de gestión tradicional de la mano de obra y un inacabado debate sobre los derechos de ciudadanía en la empresa.



3.12 En ese marco, el propio derecho a la igualdad (como derecho fundamental básico) cobra un papel transcendental. Más allá de que –como se ha dicho- el Derecho del Trabajo es, por antonomasia, el derecho a la igualdad (o, mejor dicho, la disciplina jurídica que con mayor énfasis sitúa la igualdad en su ontología conformadora), parece evidente la necesidad de resituar conceptualmente (con carácter general) dicho principio o derecho fundamental (tanto en su vertiente positiva como negativa –no discriminación-) ante las nuevas realidades y aspiraciones sociales. Ciertamente la igualdad de “tabla rasa” es un concepto caduco, en tanto que –gracias al movimiento de derechos civiles- los juristas hemos aprendido a incluir en sus parámetros constitutivos la diversidad. Es obvio, por otra parte, que no puede entenderse el derecho de civilidad que se ha ido articulando en el marco europeo sin un desarrollo y concreción del derecho a la igualdad, doctrinalmente más sólido, que proteja, especialmente, los derechos de determinados colectivos, tradicionalmente más marginados. En ese marco, la implementación de la no discriminación en las relaciones laborales por razón de discapacidad, raza, edad, religión y origen devienen del todo transcendentes (piénsese por ejemplo, en el debate social sobre jornada y festivos en relación a las diferentes religiones o en la necesaria socialización de la situación de los discapacitados y su derecho de autorrealización a través del empleo o en la práctica expulsión del mercado de trabajo de los trabajadores provectos). Asimismo, la resituación del derecho a la igualdad determina la necesidad de abordar en profundidad los marcos reguladores de las condiciones contractuales duales, en función de circunstancias ajenas –en principio- a los parámetros tradicionales determinadores de la no discriminación, como la fecha de ingreso en la empresa (“dobles escalas” o “two tier system”), de tal manera que aparecen en las empresas condiciones contractuales duales, aún por trabajos de igual valor. A ello debe sumarse que en muchos casos el trato contractual dual no obedece tanto a motivos objetivos, sino subjetivos, en función del ejercicio por parte del empresario de su autonomía de la voluntad y el derecho de libre empresa. Al margen de los agravios comparativos que esa práctica comporta -que afectan también a la productividad- esos mecanismos determinan en muchas ocasiones la aparición de dobles niveles tuitivos. Cabe, en consecuencia, repensar también en ese plano el derecho a la igualdad y su implementación en el ámbito de las relaciones laborales.



3.13 Muy singularmente, es del todo necesaria una mayor profundización en las políticas de no discriminación por razón de género, de tal manera que se aborden no únicamente los mecanismos de igualdad “per se”, sino también aquellas situaciones afectantes a la dignidad, privacidad e integridad física de las mujeres (con especial referencia al acoso sexual y a las situaciones derivadas de la violencia de género, en sentido estricto y amplio). En el terreno del contrato de trabajo queda en esta materia, también, un largo recorrido, aún siendo conscientes de los pasos dados en las últimas décadas, con especial mención del impulso dado al respecto por las diferentes directivas comunitarias.



3.13 En íntima relación con la situación de discriminación de las mujeres, cobra especial importancia el debate relativo al ejercicio de los derechos que se derivan de la filiación y familia de los trabajadores y su impacto en el mercado de trabajo. El progresivo incremento de población laboral femenina, así como la resituación del hecho familiar en el marco de las políticas nacionales y comunitarias, coloca los derechos de ciudadanía por ese motivo en clara colisión en muchas ocasiones con los intereses empresariales. No es baladí recordar que la protección de la familia y la infancia, inicialmente un principio rector de políticas sociales, ha ido cobrando la práctica una mayor importancia, equiparándose a los derechos fundamentales (por razón del general déficit de natalidad en los países de la Unión y la necesidad de mantener los niveles de fuerza productiva)




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En dicha tesitura, el concepto de flexibiiseguridad por el que abogamos consiste, pues, en la constatación del cambio productivo, de la diversidad de las diferentes realidades de cada unidad productiva y de las profundas mutaciones en el contenido y ejercicio del contrato de trabajo. Esa constatación, sin embargo, no tiene porqué comportar ni precarización, ni distribución negativa de rentas ni una alteración significativa de los poderes entre los agentes y colectivos sociales. En efecto, de lo que se trata es de resituar los mecanismos de tutela que la experiencia iuslaboralista europea ha creado a lo largo de más de un siglo ante esa nueva realidad, desechando los elementos tuitivos que hayan quedado caducos o que sólo beneficien a unos pocos, pero recreando otros nuevos en base al triple parámetro sobre el que se basa nuestra disciplina: igualdad, productividad y empleo.



Esa resituación sólo puede basarse en el convencimiento colectivo y la negociación entre los agentes sociales de los distintos ámbitos. En ese marco, la flexibilidad –como nuevo sistema productivo- exige nuevos instrumentos y nuevas lógicas, en tanto que no puede pretenderse que los elementos conformadores de las competencias empresariales de matriz fordista sigan vigentes, mientras que las obligaciones de las personas asalariadas en su deber de prestación laboral se adecuen a la nueva realidad. Como hemos dicho, la flexibilidad sólo puede ser entendida en ambas direcciones, so pena –caso contrario- de afectar al sistema de poderes sociales y de bienestar de la mayoría. El nuevo “quid pro quo” ante lo nuevo debe, pues, centrarse en el intercambio entre flexibilidad por el empleador en la gestión de la mano de obra a cambio de flexibilidad en las condiciones de trabajo por intereses del trabajador, así como por una readecuación del ejercicio de los derechos de ciudadanía en el contrato. Y, en ese intercambio, los Estados nacionales y la propia Unión han de jugar el papel de garantes de los contenidos mínimos de civilidad que nuestra disciplina (con el previo esfuerzo de los ciudadanos europeos) ha consolidado.




4. La experiencia española como prueba evidente del déficit propositivo del Libro Verde.



Ha sido probablemente en la experiencia española donde en el marco de los países de la Unión –con exclusión de los ingresos posteriores- mayores cambios normativos en aras de una lógica similar a la que se nos propone se han producido.



En efecto, cabe recordar que el advenimiento de un sistema de relaciones laborales democrático en nuestro país es relativamente reciente. Tras la aprobación de nuestra Constitución –a finales de 1978- los españoles nos enfrentamos a la tarea de adecuar la regulación de contrato de trabajo a las nuevas exigencias, acabando con paternalismos de clave estatal propios del franquismo y desarrollando mecanismos tuitivos surgidos de la autonomía colectiva (negados por el régimen anterior) El resultado fue la Ley Estatuto de los Trabajadores de 1980. Esa transición fue, sin duda lenta (sin que sea aún descartable la existencia de rémoras históricas). Y, lo que es más importante, se produjo en un momento de profunda crisis de empleo (aunque los cambios productivos antes analizados estaban, entonces, en fase muy inicial).



En ese marco, se apostó por el Gobierno en 1984 por una reforma radical del sistema. Al margen de otros aspectos, esa reforma laboral apostó por la temporalidad como elemento de creación de empleo, generalizando el contrato a término y sin causa como mecanismo en la materia. Los resultados fueron desastrosos, al generalizarse lo que podríamos denominar como “cultura de la temporalidad” como mecanismo de fácil gestión de la mano de obra. Aún hoy –pese a que hace diez años que el modelo legal ha sido sustancialmente modificado- buena parte de los contratos que se realizan en España son temporales, en porcentajes mucho más elevados que los del resto de países de la Unión.



Sin duda que la jurisprudencia sirvió también de coadyuvante a dicha tendencia. En efecto, durante una primera etapa la interpretación de los tribunales de la temporalidad fue muy lata, aceptándose –por ejemplo- numerosos supuestos de encadenamientos de contratos. Es ésa, sin embargo, una tendencia que se ha ido invirtiendo en el tiempo, aunque perdura aún en algunas materias, como en los supuestos de contratación de Administraciones o empresas públicas o en los casos de empresas sometidas a contratas.



Así, el cambio de normativa en 1984 tuvo una escasa incidencia en el nivel de empleo. Sin embargo, se constituyó en un mecanismo idóneo de precarización y afectación, por tanto, a los elementos tuitivos de la igualdad, en tanto que los trabajadores temporales vieron sus condiciones contractuales claramente reguladas “a la baja”. Cabe referir, en paralelo, que los colectivos más castigados por dicha dualización fueron los jóvenes y, muy especialmente, las mujeres. Ese modelo comportó, además, a medio y largo plazo, una afectación negativa a la productividad, en tanto que se tradujo en una menor motivación laboral de los asalariados temporales y un descenso del nivel de formación profesional de varias generaciones. Pero, es más, dicho sistema legal determinó la dualización del mercado laboral, en tanto que –por mor de dicha precarización- los trabajadores temporales sufrieron mucho más los cambios del modelo de relaciones laborales que la flexibilidad (entonces ya en pleno desarrollo) comportaba, mientras que los trabajadores fijos apenas notaban el cambio productivo que se estaba efectuando, blindados en sus derechos. Por otra parte, en circunstancias de crisis las empresas tendían a deshacerse de los trabajadores temporales (por el sensiblemente menor coste que ello comportaba): es decir, se expulsaba a los asalariados más jóvenes, con mayor capacidad productiva y mejor adaptabilidad a la nueva cultura productiva. Todo ello, sin omitir el elevado costo que en materia de desempleo –por la alternancia entre trabajo y paro que el modelo comportaba-, lo que determinó sucesivas modificaciones normativas de dicha prestación “a la baja”, con reducción de tutelas y mínimos legales.



La mentada realidad negativa fue denunciada a lo largo de muchos años por especialistas e, incluso, por organismos internacionales (entre ellos la propia Unión Europea). Es por ello que en 1994 se produjo una nueva reforma en profundidad de nuestra legislación laboral. Sin embargo, aunque se limitó –pero no se derogó- la falta de causalidad previa, se legalizaron las Empresas de Trabajo Temporal, sin una definición (entonces) clara de su papel en el mercado de trabajo. En paralelo, dicho cambio legal vino a establecer el fin de toda una serie de tutelas en la Ley (especialmente en materia de movilidad funcional, mínimos salariales, flexibilidad en los cambios de las condiciones de trabajo en sentido amplio, distribución irregular de la jornada y el régimen de descansos, despidos, etc.) Dichos cambios, que apuntaban, por tanto hacia una flexibilidad en el contenido del contrato de trabajo, con una limitación parcial de la anterior lógica de la temporalidad, tuvieron escaso eco respecto al fin de la lógica del contrato a tiempo cierto: los porcentajes de temporalidad prácticamente se mantuvieron en el 90 por ciento.



Dicho fracaso determinó las reformas laborales de 1997 y 1998 –pactadas éstas, a diferencia de la anterior, con los sindicatos-. El intercambio de los agentes sociales en ese momento fue claro: el fin de la temporalidad acausal, endurecimiento de la causal y fomento de la contratación indefinida –y, por tanto, el retorno al principio de estabilidad en el empleo- a cambio de una mayor facilidad en materia de despidos (rebajando exigencias en relación a los despidos económicos-organizativos y limitando las indemnizaciones de los trabajadores indefinidos contratados a través de determinados planes de empleo o que hubieran convertido sus contratos temporales en fijos). Por otra parte, se modificó la regulación de la contratación a tiempo parcial, fomentándose contratos indefinidos de dicha modalidad. Pese a que se produjo un cierto descenso de la temporalidad, los niveles siguieron manteniéndose en cifras astronómicas.



En paralelo –a través de sucesivos y continuados cambios normativos- la reglamentación española en materia de Empresas de Trabajo Temporal fue experimentado cambios sensibles, en tanto que la simple legalización de dicha figura en 1994 –con escasas cautelas y límites y sin objetivos claros- había comportado un uso generalizado en determinados sectores como mecanismo de abaratamiento de costos salariales y, en consecuencia, de ruptura de las reglamentaciones convencionales en la materia en la práctica. En ese sentido –y entre otros aspectos vinculados con la salud laboral- dichos cambios normativos vinieron exigiendo una mayor causalidad para los contratos de puestas a disposición, incrementaron los límites legales, exigieron inversión en formación y, especialmente, equipararon los salarios entre los asalariados de las usuarias y de los trabajadores en misión. Recientemente, la doctrina del Tribunal Supremo ha venido, además, a considerar que el uso fraudulento de ETT es equiparable a la cesión ilegal de trabajadores, extendiendo, por tanto, el régimen de responsabilidades “ad hoc” a la empresa usuaria.



Y, finalmente, al margen de otros retoques puntuales, las dos últimas reformas laborales (2002 y 2006) apuntaron, por un lado, al abaratamiento del coste del despido (con la eliminación de los salarios de tramitación en determinadas condiciones) y, por otro, a la imposición de límites máximos a la contratación temporal, con la consecuencia de conversión en indefinidos de los contratos que los superen.



Sin embargo, pese a esos cambios de orientación en nuestra legislación, un número muy importante de contratos (aunque actualmente en una cierta remisión) siguen siendo temporales, manteniéndose aún nuestro país muy encima de la media europea.



Nuestra experiencia, pues, constituye un efecto magnífico de cómo determinados experimentos hechos desde fuera del Derecho del Trabajo, sometiendo los elementos tuitivos propios del mismo a una política macroeconómica de empleo, pueden tener efectos perniciosos sobre el marco de relaciones laborales y los elementos de paridad contractual, afectándose también a la productividad y con escasa o nula repercusión sobre el empleo. La temporalidad, pues y contra lo que parece diferirse de la parte introductoria del punto 3 del Libro Verde no es una solución ni en materia de empleo, ni respecto a la gestión de la mano de obra de las empresas con métodos de producción flexibles. Esa tendencia puede dar aparentes resultados a corto plazo, pero resulta catastrófica a medio y largo término, en tanto que dualiza el mercado de trabajo, castiga a los colectivos más desfavorecidos –muy especialmente, las mujeres-, no implica a los trabajadores más protegidos en la nueva cultura productiva y tiene unos costos excesivos en materia de protección al desempleo (por la alternacia entre trabajo y ocupación, ya citada). Además, resta fuerza negocial a los sinciatos frente a las patronales y afecta a la cohesión social sin que, por otra parte, sirva como instrumento estratégico de creación de empleo. No estamos, como puede comprobarse, hablando de teorías académicas: nuestras reflexiones surgen de una realidad histórica y nacional concreta.




5. Algunas respuesta a algunos interrogantes



Las anteriores reflexiones eran del todo necesarias para situar el cuestionario que el Libro Verde contiene en un contexto iuslaboralista. Y, en función de las ideas expuestas podemos dar algunas repuestas a los interrogantes allí formulados.



Así, en relación a las preguntas número 1 (es decir, “¿Cuáles serían las reformas prioritarias en el Derecho laboral?”) y número 2 (“¿Puede contribuir la adaptación del Derecho laboral y de los convenios colectivos a la mejora de la flexibilidad, a la seguridad de empleo y a la reducción de la segmentación del mercado de trabajo? En caso afirmativo, ¿de qué manera?”) nos remitimos a las reflexiones anteriores de los apartados 2 y 3 de este documento en su integridad.



Por lo que hace a la pregunta número 3 (“¿La reglamentación existente (en forma de leyes o de convenios colectivos) frena o estimula a las empresas y a los trabajadores en sus esfuerzos por aprovechar las oportunidades de incrementar la productividad y adaptarse a las nuevas tecnologías y a los cambios derivados de la competencia internacional? ¿Cómo se puede mejorar la calidad de la reglamentación aplicable a las PYME, preservando a la vez sus objetivos?”) nos remitimos de nuevo a las reflexiones previamente efectuadas “in tot” y, muy especialmente, al último párrafo de nuestro apartado 3.5



Respecto a la pregunta número 4 (“¿Cómo se puede facilitar la contratación mediante contratos de duración indeterminada y determinada, bien por medios legislativos o convenios colectivos, para incrementar la flexibilidad de estos contratos y garantizar a la vez un nivel suficiente de seguridad de empleo y de protección social?”) nos remitimos a nuestros apartados 3.3, 3.4, 3.5 y 3.8, insistiendo en la necesidad de diferenciar entre lo que es la cobertura de las necesidades de mano de obra desde el punto de vista de la gestión de la empresa con necesidades productivas flexibles y lo que es precarización (distribución negativa de rentas y método de subindiciar las condiciones contractuales) y frau de ley, así como la constatación de que la flexibilidad en el contenido de la prestación laboral debe ser postulable por ambas partes.



Por lo que hace a las preguntas 5 y 6 (es decir, “Merecería la pena contemplar una combinación entre una relajación de la legislación de protección del empleo y una asistencia adecuada a los desempleados, en forma de compensaciones por pérdida de ingresos (políticas pasivas del mercado de trabajo) y también mediante políticas activas del mercado de trabajo” y “¿Cuál puede ser la función de la Ley o de los convenios colectivos negociados entre los interlocutores sociales en el fomento del acceso a la formación y las transiciones entre las distintas formas de contratos para sostener la movilidad vertical a lo largo de una vida profesional plenamente activa?”) se nos antoja necesario hacer una precisión inicial (que no consta tanto en forma expresa en los interrogantes formulados, sino en las consideraciones y reflexiones iniciales del Libro Verde).



Así (y singularmente por lo que hace a la pregunta 5), debe constatarse que es un discurso muy generalizado –especialmente en instancias empresariales- la afirmación de que no se realizan más contratos porque despedir –si es necesario- resulta luego muy caro. Las estadísticas resultantes de diversas encuestas –al menos en España- ponen de relieve que son esa variable es muy poco valorada por la mayor parte de los empleadores a la hora de efectuar nuevas contrataciones en tanto que, lógicamente, aquello que prima es la necesidad de cubrir los puestos de trabajo vacantes. Por otra parte la legislación española adolece de una serie de defectos importantes en la regulación de despido. Pese a que en nuestro país el despido es causal –sin que sea posible el desistimiento por parte del empleador –con independencia del número de asalariados o el tipo de empresa-, en tanto que España es uno de los pocos países europeos que ha suscrito el Convenio 158 OIT- esa causalidad es meramente formal (en tanto que es posible la invocación de causas inexistentes), sin que el juez tenga competencias para, por razón de un control material de la causa invocada, reponer al asalariado en su puesto de trabajo (salvo en caso de vulneración de derechos fundamentales, despidos en situaciones de ejercicio de derechos por el asalariado en relación a la maternidad y filiación o, en el caso de despidos no imputables a la persona del trabajador, por incumplimiento de requisitos formales), limitándose sus facultades por ley a dotar al empresario (salvo en el caso de representantes legales de los trabajadores) del derecho de opción entre la readmisión (que muy raramente se produce) o el pago de la indemnización legal. Por tanto, dicha causalidad es sólo aparente, en tanto que en la práctica es perfectamente posible la extinción contractual acausal siempre que se opte por el abono de la indemnización legal. Indemnización que puede ser de tres tipos: a) la aplicable a los despidos por causas no imputables al trabajador por motivos económicos, técnicos, organizativos y productivos, cuando esas causas son reales y la medida proporcionada (20 días por año de antigüedad), b) la que resulta de los despidos disciplinarios (incluyendo los falsamente causales) y los nos imputables a la persona del trabajador que, en ambos casos, no superan el juicio de legalidad, formalidad y/o proporcionalidad (45 días por año); y c) la surgida de las reformas laborales de 1997 y 2006, que se basa en una indemnización de 33 por día por año para los despidos objetivos que no superan el juicio de legalidad y respecto a los trabajadores acogidos a los nuevos contratos de fomento del empleo indefinido (colectivos específicos y tasados con mayores niveles de desempleo o trabajadores temporales que s han convertido en fijos). Nuestro modelo, además, no permite modular las indemnizaciones, al ser un criterio consolidado que el resarcimiento legal es universal. Ello determina, por ejemplo, que la cantidad a abonar por el empleador se calcule en relación a los mismos parámetros bien se trate de una extinción que no supera el juicio de legalidad por motivos formales, bien nos hallemos ante un despido sin tipo de causa (de hecho, un desistimiento); o que –por seguir con la ejemplarificación- coincida también el parámetro aplicable tanto en el caso de una extinción en una pequeña empresa que se halle al borde del cierre que en una gran empresa que persiga, a través de despidos por motivos organizativos, incrementar sus ya abultados beneficios. Tanto da, por otra parte, que el trabajador despedido tenga una profesión especializada con alta demanda y práctica inexistencia de desempleo o que se trate de un asalariado con poca cualificación profesional e inserto en colectivos de riesgo y exclusión social (mujeres, mayores de 45 años, etc.) Por tanto, más allá del debate relativo a si el despido es caro o no, creemos necesario introducir dosis de ponderación –si se prefiere de flexibilidad- de la indemnización en función de las circunstancias concurrentes “ad causam”. A nuestro juicio lo que falla en el sistema no es tanto el “coste” del despido, si no el modelo regulador de la extinción a instancias del empresario.



Ahora bien, cabe reseñar que dichas reflexiones se enmarcan en la propia lógica del despido: es decir –como ya nos enseña el Derecho Romano- que la finalización de un contrato sin causa justa o por causa insuficiente debe comportar la indemnización correspondiente por parte de la parte que lo incumple. Es ésa una lógica que hallaremos en cualquier código civil o cualquier norma o práctica contractualista privada de cualquier país.



Pese a la flexibilidad, es evidente que un despido es un hecho traumático en la vida de los trabajadores, en tanto que comporta, amén de afectaciones personales y sociales, dejar de percibir ingresos vía salario. En consecuencia, la extinción por el empleador del contrato sin una causa suficiente debe comportar una compensación de esos efectos negativos. Ciertamente puede discutirse si la cantidad a abonar puede ser mayor o menor en función de las posibilidades reales de empleo de los afectados. Ahora bien, la lógica que en ningún caso compartimos es una disminución de las obligaciones del empleador por sus incumplimientos contractuales en función de una asunción de mayores gastos por el Estado –que saldrán de unos presupuestos que esencialmente se recaudan por la vía fiscal y que, en consecuencia, pagan todos los ciudadanos-. Esa lógica (parece que subyacente en algunas reflexiones del Libro Verde) no es más que una vía de financiación indirecta de las empresas (sin contrapartidas en materia de control de la producción), que antes hemos calificado como negativa: se trata, en definitiva, de trasladar al Estado –cuya intervención en el terreno de las relaciones laborales se ve continuadamente discutida- los costos del despido. A lo que cabe añadir que ese modelo en ningún caso garantiza una mayor cohesión social: por el contrario, no hace falta hacer grande análisis para llegar a la conclusión de que acabará castigando a las personas con menos posibilidades de hallar empleo.



A idéntica conclusión cabe llegar en lo que parece el trasfondo de la pregunta 6. Si aquellos sobre lo que se interroga –como parece ser por su contenido, no así por los antecedentes explicativos- es el papel de la Ley o los convenios en materia de formación continuada y ocupacional la respuesta es evidente: sin duda que puede –debe- jugar un papel decisorio, precisamente por las ya referidas continuas necesidades de adaptación de saberes profesionales ante el cambio tecnológico. Sin embargo, no es ésa una cuestión nueva en las políticas comunitarias, al ser notorio el papel motriz (y de financiación) que la Unión juega en ese terreno. Ahora bien, si dicha cuestión se enmarca en el contexto del coste del despido –que, repetimos, parece desprenderse de los motivos que previamente se formulan- nuestra respuesta debe ser dar por reproducidos –mutatis mutandis- los argumentos expuestos en los párrafos inmediatamente anteriores.



La pregunta 7 (“¿Deben aclararse las definiciones jurídicas nacionales del trabajo por cuenta ajena y del trabajo por cuenta propia para facilitar las transiciones de buena fe entre el estatuto de trabajador por cuenta ajena y el de trabajador por cuenta propia y viceversa?”) ha sido ya previamente contestada en nuestro apartado 3.9, al que nos remitimos. Por lo que hace a la pregunta 8 (“¿Es necesario un «conjunto de derechos mínimos» sobre las condiciones de trabajo de todos los trabajadores, con independencia de su contrato de trabajo? En su opinión, ¿cómo incidirían estas obligaciones mínimas en la creación de empleo y en la protección de los trabajadores?”) nos remitimos también al mismo apartado, si bien aquí deben añadirse las consideraciones que formulábamos en el apartado 2 respecto a la crítica de la noción reduccionista de flexiseguridad.



La pregunta 9 (“¿Piensa que deberían precisarse las responsabilidades de las distintas partes en las relaciones laborales múltiples para determinar quién es responsable del cumplimiento de los derechos de los trabajadores? ¿Sería factible y eficaz recurrir a la responsabilidad subsidiaria para determinar esta responsabilidad en el caso de los subcontratistas? En caso negativo, ¿cree que existen otros medios que permitan garantizar una protección suficiente de los trabajadores participantes en «relaciones de trabajo triangulares»?”) y la pregunta 10 (“¿Es necesario clarificar el estatuto de los trabajadores cedidos por empresas de trabajo temporal?”) han sido ya respuestas en nuestros apartados 3.4 bis y 3.8, respectivamente



En cuanto a la pregunta 11 (“¿Cómo se podrían modificar las obligaciones mínimas en materia de ordenación del tiempo de trabajo para ofrecer mayor flexibilidad a los empleadores y a los trabajadores, garantizando al mismo tiempo un nivel elevado de protección de la salud y de la seguridad de los trabajadores? ¿Qué aspectos organizativos del ordenamiento del tiempo de trabajo debe abordar prioritariamente la Comunidad?”) han sido ya respuestas en nuestros apartados 3.1, 3.2 y 3.3. Queremos, en todo caso, insistir en el hecho de la flexibilidad bidireccional, en el sentido de que la disponibilidad sobre el tiempo de trabajo debe impregnar un modelo cohesionado, adaptado a los nuevos sistemas productivos.



Los dos últimos interrogantes que se formulan en la pregunta número 12 (“¿Cómo pueden garantizarse en toda la Comunidad los derechos laborales de los trabajadores que efectúan prestaciones en un contexto transnacional, especialmente los trabajadores fronterizos? ¿Piensa que es necesario mejorar la coherencia de las definiciones de «trabajador» que figuran en las directivas europeas para garantizar que estos trabajadores puedan gozar de sus derechos laborales con independencia del Estado miembro en que se encuentren trabajando? ¿O estima que los Estados miembros deberían mantener su autoridad en este ámbito?”) han de tener una respuesta positiva. En efecto, compartimos la preocupación allí contenida en relación a posibles prácticas nacionales que, a través de un desvirtuación de la figura de “trabajador” propicien un disminución de tutelas, además de “dumping” social.



Por último, los interrogantes contenidos en la pregunta 13 (“¿Piensa que es necesario reforzar la cooperación administrativa entre las autoridades competentes para que puedan controlar más eficazmente el respeto del Derecho laboral comunitario? ¿Piensa que los interlocutores sociales pueden desempeñar un papel en esta cooperación?”) y la pregunta 14 (“¿Opina que son necesarias otras iniciativas a escala de la UE para sostener la acción de los Estados miembros en la lucha contra el trabajo no declarado?”) merecen por nuestra parte en todo caso una respuesta positiva, enmarcada en las consideraciones generales realizadas en relación a la flexiseguridad en nuestros apartados 2 y 3 y la necesidad de seguir manteniendo intervensionismos públicos –estatales y/o comunitarios- en el mercado de trabajo, en línea con las reflexiones previamente efectuadas en nuestro apartado 3.6



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