26 December 2006

FLEXIBILIDAD Y GLOGALIZACION

MFB


1.- Y, de pronto, empezaron a ocurrir cosas.


Diría ROMAGNOLI que aquella pobreza laboriosa surgida de la trepidante, sucia y ruidosa industria fabril del siglo XIX alcanzó a lo largo de la pasada centuria una plena carta de ciudadanía, despojando a las clases dirigentes de parte de sus poderes decisorios y articulando mecanismos autónomos de contra-poder en el seno del propio Estado capitalista y alta dosis de protección social (también –a qué negarlo- por interés específico de aquéllas). Y todo ello en un período temporal relativamente muy corto –si uno no se deja llevar por visiones personales “tout court” y el elemento chronos se inserta en una perspectiva histórica-. Aunque no lo hubiese dicho uno de los maestros del iuslaboralismo moderno –que lo ha dicho- estas aseveraciones no dejarían de ser ciertas por si mismas.

Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón. La conquista por la fuerza primero y la legalización y constitucionalización después, de derechos como la negociación colectiva, el de huelga, la libertad sindical, la Seguridad Social, el descanso diario y semanal, la jornada de ocho horas, la participación en la empresa, la no discriminación por las propias ideas, religión, raza y tantos otros que conforman aquello que hoy conocemos como Derecho del Trabajo son hoy ya elementos que forman parte, con alto consenso social, del acerbo social de los países democráticos, especialmente europeos.

Vivimos, sin duda, tiempos de urgencias históricas. Si Seguí, Peiró, Pablo Iglesias o cualquier otro sindicalista “histórico” (entendiendo por “histórico” la futilidad de ochenta años atrás: es posible aún conversar hoy con personas que les conocieron) pudiesen contemplar lo que los trabajadores españoles y europeos han logrado en la última mitad del siglo veinte, tras sus épicas y seculares luchas previas, no podrían evitar que espesas y emotivas lágrimas recorriesen sus curtidos rostros de luchadores. Lo mismo podría decirse de los precursores del iuslaboralismo, Layret entre ellos. Mas, sin embargo, a nosotros, sus sucesores, inmersos en nuestras vorágines históricas diarias, donde los cambios no se valoran por decenios sino por meses, se nos ha olvidado el propio tempo de configuración de los procesos históricos.

Pero no todo ha de ser “mirarse el ombligo”, una visión afectuosa y complacida sobres los derechos logrados. A menudo el movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo en los países opulentos olvidan un elemento sustancial en su análisis: nosotros –es decir, los felices ciudadanos de las sociedades opulentas- vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es ésa la verdad de Perogrullo... que tan a menudo se tiende a obviar, en estos tiempos en que tantos neo-conversos a las verdades del mercado han vendido a precio de saldo –cuando no reciclado en la basura- los clásicos del pensamiento de izquierda... donde se hallan escritas, hace mucho años, precisamente esas verdades de Perogrullo.

Sin embargo, esa congratulación autocomplaciente y egocéntrica de los movimientos sociales en las sociedades opulentas hace ya años que ha finalizado. Cierto: en los buenos tiempos se miró a los parias de lo que entonces se llamaba el “tercer mundo” desde la solidaridad... desde una confortable solidaridad. El fin del colonialismo tras las grandes guerras mundiales fue saludado por el movimiento obrero organizado y por la izquierda de esos países, en general (aunque, ciertamente no por toda la izquierda), como un avance de la civilidad; luego, poco más tarde, el auge de los movimiento anti-imperialistas fue visto con no ocultas simpatías –y, tal vez, como una ruptura de la monotonía histórica de la “pax augusta” reinante en la lucha de clases de la Europa occidental en los cincuenta años de pujante keynesianismo-.

Mas, de pronto –y no hace de esto demasiado: apenas quince años- empezaron a suceder cosas, al principio apenas imperceptiblemente para nuestra comodona y holgada existencia: lo que antes se ha calificado como trepidante, sucia y ruidosa industria fabril comenzó a cerrar, desplazando su ruidosidad, trepidancia y suciedad a otros países alejados, a veces ignotos; nuestros comercios empezaron a llenarse de productos baratos con etiquetas de “made in...”(y no precisamente “in Spain”); con mano de hierro (aunque, es verdad, con guante de terciopelo) los hijos de aquella pobreza laborante de Romagnoli fueron empujados al sector servicios –muchas veces con altas dosis de precariedad-, en múltiples casos tras un desconcertante pase por una Universidad masificada –lo que llenó de orgullo y ufanía a sus padres y abuelos- para la obtención de titulaciones que difícilmente les darían empleo; los trabajos menos calificados, sucios y pesados han empezado a ser ocupados por gentes con otros colores de piel, con otros idiomas. Por otra parte, la “carrera profesional” –aquella que uno iniciaba como aprendiz de joven, para jubilarse ya provecto como oficial especializado, siempre en el mismo trabajo, siempre en la misma empresa, siempre en el mismo turno- se desintegró para los asalariados jóvenes, permaneciendo –muchas veces como una rémora- para los antiguos, iniciándose una preocupante dualidad del mercado laboral; las empresas se empezaron a llenar de ordenadores y máquinas extrañas; el propio concepto de empresa fordista –centralizada y centralizante, con la industria de la automoción como paradigma- fue sustituida por una difusa red de múltiples empleadores, de tal manera que ni todo el mundo que se hallaba laborando en el mismo centro de trabajo pertenece a la empresa, ni todos los que sí tienen vínculo contractual con ella prestan sus servicios en dicho espacio físico; el colectivo asalariado, conformado hasta entonces por el “trabajador-tipo”, carne de cañón del fordismo (varón, con oficio desarrollado generalmente en la misma empresa industrial y fabril, fijo de plantilla), se fue poco a poco desintegrando con la aparición el crecimiento de sectores de trabajadores antes minoritarios o inexistentes...

En nuestro modorro bienestante esos cambios fueron en sus inicios apenas percibidos y se recibieron, en general, con clara indolencia –salvo algunas lúcidas excepciones-. Y poco a poco, primero quedamente y progresivamente, más tarde, todos ellos fueron conformando –en una sola dirección- una nueva realidad si nombre, hasta que en voz cada vez más alta, atronaron a todos los niveles mediáticos las palabras mágicas: primero, flexibilización y luego, globalización.

En todo este proceso (que ha mutado de arriba abajo nuestros valores) la izquierda de las sociedades opulentas ha reaccionado con estupor y desconcierto, actuando muchas veces –por no decir, siempre- a remolque del discurso hegemónico (discurso que no es el nuestro). Ese desconcierto es comprensible: por primera vez en más cien años la izquierda carecía de alternatividad: de propuesta emancipatoria que ofrecer a la sociedad ante el capitalismo triunfante (y sigue careciendo de la misma desde una perspectiva global). Y donde he dicho izquierda puede leerse “sindicalismo” o “iuslaboralismo comprometido con los derechos de los trabajadores”

Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que está pasando: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

Y en ese desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare y el fordismo, y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su egocentrismo) y que no existe prueba alguna de que el fordismo fuese el “paraíso proletario” –salvo, por supuesto, para los nostálgicos del camarada Stajanov-; el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva y que el objetivo central de la izquierda es precisamente eso: la transformación social.

Ocurre, a veces, que en determinados puntos históricos confluyen varias y concretas tendencias económicas y/o sociales hacia un objetivo común, sin obstaculizarse, antes al contrario, entre sí. Eso es lo que ha pasado en los últimos tiempos. De ahí está surgiendo una nueva manera de producir. Nueva forma de producir que mantiene, sin embargo, los rasgos esenciales del capitalismo, esto es: la alienación en el trabajo, la apropiación de la plusvalía, la jerarquía ademocrática, la expropiación de los saberes, la vieja división entre investigación y ejecución...

Este nuevo modelo productivo comporta y requiere para su pervivencia una dimensión planetaria; es decir, el viejo sueño capitalista de un mercado universal –Marx dixit-, ahora posible por los avances tecnológicos y de transportes. Ello es así en la medida en que la producción se fragmenta, se reducen los costos de envío –a veces hasta niveles irrisorios-, en que la tecnología permite todo ello, en que los costos de mano de obra no especializada son más bajos en lo que antes se denominaban países en vías de desarrollo.... La concurrencia de todos esos factores explican lo que puede ser definido como “globalización productiva”. Y, si bien se mira, la “globalización especulativa” –sobre la que tanto se ha escrito- no es probablemente más que el previo instrumento de acumulación de capital necesario para lograr aquel otro fin (por cierto –todo sea dicho de paso-: ¿qué mejor medio para absorber las consecuencias del estallido de la “burbuja financiera” –es decir, convertir las ganancias obtenidas-, legitimar las necesarias dosis de autoritarismo precisas para imponer el nuevo modelo productivo y probar la infalibilidad del capitalismo, legitimándolo, que la fijación a escala planetaria de un enemigo común, indeterminado y genérico, que sirva a la vez para potenciar la industria armamentística?); acumulación de capital que –la Historia, de nuevo- se demuestra siempre necesaria para esos “saltos adelante” del capitalismo.

Todo esto proceso está comportando cambios de profundo calado. Cambios apreciables en cuanto a los modos y forma de producir, al instaurarse la flexibilidad en la producción (la otra palabreja inevitable en el debate), con el fin de la gran empresa piramidal, de producción continua, con unas relaciones laborales estáticas en el tiempo, para pasar a la empresa-red o empresa-difusa, con una producción en función de la previa demanda y con unas relaciones laborales en continuo proceso de transformación. Y dicha novación está teniendo también efectos respecto a las formas de pensar y los valores de las personas (volvamos de nuevo a los clásicos: “Los nuevos métodos de trabajo son inseparables de un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida” -en este caso, la cita es de Gramsci y sus Cuadernos de prisión-). Y finalmente (el más significativo por lo que hace al objeto de mi reflexión), el cambio que estamos viviendo está afectando a las instituciones tuitivas, al Derecho, que logró conquistar con sus luchas a lo largo del pasado siglo la pobreza laborante de Romagnoli.


2.- El Derecho del Trabajo “ante lo nuevo”: Su necesaria neo-internacionalización


La “crisis del Derecho del Trabajo” es hoy ya un tópico. Ogaño una huelga es fácilmente desvirtuable por un empleador traspasando el proceso productivo afectado por la misma a un país remoto; la negociación colectiva se ve en demasiadas ocasiones fuertemente coartada por la constante amenaza de traspasar producción a otros centros de otros Estados con costes productivos más bajos; las empresas buscan “paraísos de paraesclavitud” en que aquellos derechos arrancados por la pobreza laborante sean inexistentes (legitimándose luego moralmente, afirmando la necesidad de crear riqueza en dichos paraísos); la Seguridad Social –el máximo exponente de la lucha por la civilidad de nuestros padres y abuelos- se pone en entredicho, día sí, día también, por los costos sociales que comporta y la necesidad de abaratar los mismos –se dice machaconamente, a fin de derivar renta al sector privado-; las sociedades opulentas practican una hipócrita política de inmigración, basada en un aparente endurecimiento de sus murallas, mientras los empresarios reclaman mano de obra barata, dispuesta a todo para salir de la agonía en que viven en sus países, con el claro objetivo –por parte de aquellos- de crear el “ejército industrial de reserva” –de nuevo: los clásicos- que les es preciso para forzar a la baja las condiciones de trabajo de los asalariados de las sociedades opulentas. Y, finalmente, el poder político, el Estado, impotente, claramente capidisminuido en las funciones hasta ahora otorgadas, se limita a legitimar la hipocresía social generalizada, con meros gestos a la galería, claramente conciente de sus limitaciones.

Y tras ese proceso se esconde otra cosa: esa interesada lectura de lo nuevo pretende no sólo discutir las conquistas sociales logradas en el pasado siglo, sino algo más: la vuelta al individualismo descarnado, la rediscusión del discurso igualitario, el sometimiento de toda la sociedad (de la polis) a la economía (entendida, en su lógica, como el simple afán de lucro), en definitiva, la vuelta a la ley de la jungla, a la ley del más fuerte: el fin del pacto social keynesiano. Se trata, pues, desde esas posturas, de volver a discutir en el nuevo panorama los acuerdos implícitos de distribución de la renta consagrados en el welfare. No es ése un fenómeno nuevo: cualquier cambio en el sistema capitalista tiene como objetivo, no oculto, obtener mayor ganancia; y ese incremento de la ganancia sólo es posible despojando a otros (los trabajadores y las clases dependientes) de sus niveles de bienestar.

¿Qué hacer ante dicho panorama?. Ya me he referido antes al desconcierto de la izquierda, del sindicalismo y del iuslaboralismo. Con todo, faltaríamos a la verdad si negásemos que en todo este proceso no han existido propuestas por su parte: las hay. En general, el planteamiento alternativo se basa en el paradigma de situar la política por encima de la economía (lo que, si bien se mira, no es más que una resituación de la ya secular polémica liberal entre el rol del Estado y el rol del individuo). Lo que ocurre es que, en clave tradicional, la “política” tiene un ámbito natural, el Estado, mientras que, como es perfectamente sabido y por mor de la dichosa “globalización”, la economía, la producción y el movimiento especulativo de capitales tienen escalas planetarias.

No me corresponde a mi –soy incapaz de ello- formular alternativas a este respecto, ni tan siquiera esbozos de las mismas. Mas si quiero aquí plantear una serie de reflexiones de naturaleza, en principio, estrictamente jurídica, aunque no pueda evitar –por obvio motivos- reflexiones de política de Derecho.

¿Qué puede aportar el Derecho, el iuslaboralismo, vigente como reflexión en este debate?. Debo reconocer que relativamente muy poco, en la medida en que el Derecho no es más que un instrumento de poder, por definición, y –hasta ahora- el poder se ejercía en el marco del Estado. Mas también es claro que los iuslaboralistas no podemos asistir silenciosos ni a la actual proceso de ingeniera de desmontaje progresivo de las anteriores conquistas de civilidad (aunque sea por egoístas razones de supervivencia: nuestra disciplina ha surgido de esas conquistas), ni podemos permanecer impasibles ante la paraesclavitud y la negación de los derechos más elementales en los países no opulentos. Ni debemos, ni podemos callar, porque nuestra disciplina se ha cimentado, precisamente, sobre la igualdad y la solidaridad interciudada.

El problema central del actual Derecho del Trabajo para abordar ontológicamente dicha cuestión es, lo reitero, su ámbito estatal por definición. Es ésa una característica, en general, de todas las ramas del Derecho –salvo, por supuesto, el trasnacional-.

En efecto, los “Estados sociales de Derecho” –inherentes a cualquier sistema keynessiano- se circunscriben a fronteras.. No hay “Estado de Derecho” a escala mundial –valga la contradicción-, salvo incipientes y esperanzadores balbuceos del Derecho Internacional Público. Mientras tanto, los procesos económicos referidos tienen un ámbito suprafronterizo. La falta de dichos instrumentos jurídicos es evidente en la actual crisis bélica, en la que la comisión de una serie de gravísimos delitos –delitos de “ius cogens”: los hallaremos en todos los ordenamientos penales comparados- da como resultado una guerra (por cierto, no declarada como tal); delitos de escala internacional que, sin embargo, no ostentan mecanismos punitivos de igual índole trasnacional: el castigo de los mismos se deja en manos no del Derecho, sino de la fuerza.

Mutatis mutandis a idénticas conclusiones cabe llegar respecto a los derechos sociales. Es observable, empero, en este terreno la existencia de un conglomerado normativo más o menos antiguo y consolidado: los convenios de la Organización Internacional del Trabajo y el resto de normas emanados de dicho Organismo internacional. Sin embargo –es sabido-, salvo en el caso de los Estados europeos, muchos de esos tratados no han sido suscritos por la mayoría de países (entre ellos, en forma destacada, Estados Unidos). Así es ponderable la existencia de los llamados “convenios fundamentales”, es decir, aquellos que forman el núcleo imprescindible de unas relaciones laborales mínimamente humanizadas: los referentes a la prohibición del trabajo forzoso (convenios 29 y 105), libertad sindical (87 y 98), no discriminación por motivos de género (100 y 111) y prohibición del trabajo infantil (138 y 182). Pues bien, de los 175 Estados conformadores de la OIT sólo 65 (un 37 %) han suscrito la totalidad de los mismos. Países como USA o China sólo han corroborado dos, Corea o la India, 4, Canadá y Nueva Zelanda, 5... Son esos datos corroborables en la página web de la OIT (
http://www.ilo.org/public/spanish/index.htm). Y obsérvese que ninguna referencia hallaremos en dichas normas mínimas a aspectos como el derecho de huelga, la participación en la empresa, la protección social...

Pese a ello, es remarcable que, aún el idílico supuesto de que todos los países que forman parte de la OIT subscribieran esos acuerdos mínimos, no existe en el Derecho Internacional del Trabajo ningún mecanismo coercitivo o punitivo, ningún tribunal internacional, que obligue a los Estados infractores al cumplimiento de sus obligaciones. No deja de llamar la atención, a este respecto, que, por el contrario, las limitaciones a la libre circulación de mercancías y capitales sí ostentan mecanismos a escala internacional –ciertamente efectivos- reactivos frente a dichas trabas.

Una primera reflexión, a este respecto, desde el Derecho del Trabajo, es la determinación de qué debe entenderse por esos mínimos de civilidad; mínimos de civilidad que nos lleven a la conclusión de que, a escala internacional, estamos hablando de trabajo y no de paraesclavitud. Dicha tarea puede parecer simple, mas no lo es. La propia conformación del Derecho del Trabajo a escala estatal, en aluvión histórico, dibujando en cada país un concreto y sutil juego de poderes y contrapoderes, dificulta sobremanera la determinación de esos contenidos mínimos. Piénsese que la Unión Europea lleva más de treinta años intentando fijar condiciones comunes –en sistemas más o menos homogéneos- sin que, a este respecto, se hallan dado grandes avances (por ejemplo, poco tiene que ver el sistema de negociación colectiva de los países anglosajones con la de los continentales, escaso contacto conceptual hallaremos entre la participación en la empresa en la Europa septentrional con la meridional....).

Pero, es más, pecaríamos de nuevo de egocentrismo si pensásemos que nuestro secular modelo de relaciones laborales –el de los países opulentos, especialmente europeos- es trasladable a otras realidades. Nuestro modelo es “nuestro modelo” y en ningún lugar está escrito que el sistema europeo sea “el modelo”.

Cabe articular, en consecuencia, unos determinados mínimos que conformen el límite –por abajo- exigible.


Parece fácil, en ese sentido y partiendo de la necesaria sumisión de la economía a la política –o lo que es lo mismo: al Derecho- empezar a pensar en la instauración de mecanismos jurídicos –forzosamente internacionales- para la articulación, tuitivación y, en su caso, punición, de las políticas nacionales que no respeten esos mínimos de civilidad. Mínimos de civilidad que, desde mi punto de vista, deberían ser esas ocho normas de la OIT a las que he hecho referencia sobre esos cuatro elementos sustantivos: libertad sindical, interdicción del trabajo forzoso, prohibición de discriminación y limitación del trabajo infantil, a las cuales se deberían sumar las normas internacionales garantistas respecto las situaciones de embarazo y puerperio. Es cierto que ésos son derechos muy limitados: mas, si bien se mira, estamos hablando de un programa mínimo muy similar al que planteaba el movimiento obrero organizado en sus inicios en la Europa Occidental.


3.- Por un nuevo sujeto colectivo

Pero, más allá de esas reflexiones internacionales corresponde a los iuslaboralistas repensar nuestro disciplina en el nuevo escenario. Nuestra disciplina es hija legítima del apareamiento entre el welfare y el fordismo. Somos descendientes naturales del gran pacto social de postguerras. Pues bien, ese contrato ha sido roto por una de las partes. Seguir manteniendo a ultranza las cláusulas que la otra parte en su día firmante ha decidido no aplicar por considerarlas unilateralmente vencidas nos impele al abismo o, en el mejor escenario, a ser declarados una especie en vías de extinción. En la medida en que la desigualdad sigue –incluso se incrementa, ahora teorizada por los neo-darwinistas sociales- lo más valiente por nuestra parte es considerar también que dicho pacto caducado y, ya sin rémoras, lanzarnos al terreno neo-propositivo. Es esa, sin duda, una posibilidad arriesgada, pero que creo del todo necesaria. En otras palabras, lo que propongo es una readecuación del Derecho del Trabajo desde una perspectiva igualitaria a las nuevas situaciones.

Veamos un ejemplo: ¿por qué seguir manteniendo y defendiendo un sistema de participación en la empresa basado en un corporativismo y unas complicidades entre trabajadores y empresarios que ya no existen?. Y en conexión con ello, ¿por qué seguir manteniendo el carácter cerrado de la empresa capitalista en relación con la sociedad?. Bajo el fordismo estaba claro un concreto pacto implícito: el Estado gestionaba la política de rentas por encima del ámbito empresa, dejando las mismas como una especie de islas feudales, poco permeables a los derechos constitucionales y autistas respecto a la sociedad. El discurso hegemónico del neoliberalismo viene a poner en entredicho la primera de dichas cláusulas... mas no la segunda (en definitiva: les sigue resultando beneficiosa para sus intereses).

Pues bien, como quiera que nuestra contraparte ha roto el añejo contrato, también nosotros podemos hacer otro tanto: eso ya nos lo enseñaba el Derecho de la antigua Roma.

¿Qué queremos decir con ello?: ni más ni menos que hoy -en base a la resituación de lo societario que postulamos como valor de la izquierda- debe acabarse con la falta de conexión entre la sociedad y la empresa. En efecto, las empresas no son ya islas alejadas del acerbo común del hecho colectivo de la ciudadanía, de lo societario. No lo han sido nunca, independientemente del pacto social por cuya denuncia abogamos, mas paradójicamente, con la flexibilidad lo son menos. La empresa -aunque se haya negado- siempre ha tenido un determinado coste social: ¿o no ha ocurrido así, por ejemplo, cuando las cosas han ido mal dadas o la empleador ha querido incrementar sus ganancias, todo ello a través de planes de reestructuración que han pagado los ciudadanos, especialmente los laboriosos?, ¿o no ha ocurrido así en los casos de sinistrabilidad laboral?. Pero impacto social de la empresa se ha incrementado en los últimos tiempos: lo ha hecho por las necesidades ecológicas de salvación del medio socialmente demandadas; lo ha hecho también, al exigirse cada vez más, al albur de las nuevas tecnologías, una constante y creciente formación profesional. Y todo ello, también, es pagado por todos los ciudadanos. Paradójicamente, pues, en los últimos tiempos el uso de recursos societarios por parte de los empresarios -los mismos que reclaman en fin de los intervencionismos- no ha disminuido: se ha incrementado.

Y no se trata sólo de eso: la flexibilidad, el nuevo modelo productivo, también está comportando una mayor vinculación de la producción con los propios individuos. Lo hace cuando se traspasan -como está ocurriendo: ya lo hemos indicado- determinados procesos a los propios ciudadanos. Lo hace también cuando estamos asistiendo a lo que se conoce como producción individualizada, de tal manera que cada consumidor puede elegir previamente las características del producto que va a adquirir. Pues bien, si aquel sujeto individualiza la producción a su gusto y, a la vez, se le traspasan determinadas actividades productivas -pagando por todo ello- parece obvio que también tiene derecho a elegir no sólo el qué, sino también cómo se produce.

Debemos acabar con la desconexión entre empresa y sociedad: abogar, en definitiva, por el reconocimiento del hecho de que aquéllas son también células que conforman a ésta, con todas las consecuencias. Si ello es así aparece un hecho incontrovertible: sólo el sindicato puede ser el valedor de los intereses de los ciudadanos en el seno de las empresas. Sólo el sindicato puede discutir con los dadores de empleo en el propio centro productivo qué y cómo se produce.

Ello resitúa un nuevo concepto de participación en la empresa: superar, en definitiva los esquemas de participación-conflicto anteriores al fordismo, y participación-colaboración, de dicho sistema. Se trata, en consecuencia, de establecer un sistema de participación y control vinculada con la defensa del interés societario en el seno de la empresa (el interés societario, en definitiva, de las personas que conforman el sindicalismo: los trabajadores, con sus propios intereses, opuestos a los de los empresarios). Lo repetimos: sólo el sindicato es capaz de cumplir ese papel. Difícilmente ese rol puede ser jugado, por ejemplo, por los organismos unitarios.

Ocurre, sin embargo, que el modelo fordista de sindicato no es útil para esos fines (ni para otros tantos). Despejemos, sin embargo, interrogantes: el conflicto capital-trabajo sigue siendo la fuerza motriz de la alternatividad (si se opta por la misma: es la esencia de la izquierda) y el sindicalismo sigue teniendo razón de ser, aunque se modifique sustancialmente el modo y la forma de producir.

El sindicalismo, sin embargo, debe distinguir entre lo que es objetivamente un nuevo sistema productivo (neutro) y los elementos de subjetividad patronal para ganar poder contractual al hilo de un profundo cambio productivo que ellos están gobernando tanto en la práctica como en el terreno de las ideas; diferenciar, en definitiva, entre flexibilidad y precariedad, en los parámetros más arriba apuntados, desde su autonomía, desde sus valores. El sindicato, pues, debe ser permeable a aquélla, más inflexible ante ésta, si quiere ser congruente con sus fines y objetivos. No es ésa, ciertamente, una tarea fácil: precisamente por nuestro desconcierto y por lo incipiente del cambio. La alternatividad, desde el sindicato, desde la izquierda, está por construir: se trata, en consecuencia, de re-establecer las certezas que no permitan distinguir lo bueno de lo malo. Corremos el riesgo de equivocarnos puntualmente, en tanto en cuanto la tradicional prueba del nueve que nos permitía ese distinción ya no es infalible: el riesgo del inmovilismo es, sin embargo, mucho mayor.

Esa aceptación comporta un importante cambio de chip en la conformación tradicional de lo que hemos caracterizado como interés colectivo: ya no hay un sólo interés común, que unifique aspiraciones individuales, sino varios intereses y todos ellos son legítimos. Aunque, si bien se mira, y precisamente por la necesidad de la unión a la que hemos hecho referencia, como elemento necesario para la consecución de la igualdad sustantiva en el marco de las relaciones laborales aún en los nuevos sistemas productivos, no es que existan diversos intereses, sino que el mínimo común denominador que unifica los mismos es más general y, en consecuencia, menor. Es decir, que si antes la unificación de las aspiraciones de las gentes laboriosas era x, y allí se situaba el sindicato, un universo más o menos cerrado en función de la homogeneidad de las mismas por mor del modo de producción fordista, ahora es x-n. Si el sindicato se mantiene en el paradigma x -el interés colectivo de los trabajadores fordistas- está condenado a un destino gremialista a largo plazo: a representar, únicamente, a una porción de los asalariados, porción que, además, irá progresivamente en retroceso.

No se trata de rebajar planteamientos, sino de hallar el común punto de encuentro de todas aquellas personas que viven de su trabajo y dotar a esas aspiraciones de nuevos axiomas emancipatorios. Y ello comporta, inevitablemente, una reducción del alma común del sindicato hasta ahora vigente o, si se prefiere, una generalización de la misma, en el sentido de que su determinación ya no puede ser tan concreta como antes.

Ésa es una reflexión que creemos urgente y necesaria para el sindicalismo, especialmente en los modelos plurales del sur de Europa. En la medida en que el punto de encuentro del interés colectivo en la nueva situación no se unifique y en la medida en que existen diversas opciones sindicales se corre, en dichos sistemas, un riesgo importante: el de que cada colectivo de asalariados, los fordistas y los flexibles, halle aquel desiderátum común en una específica opción sindical. Algo de eso ha pasado en el reciente proceso de elecciones sindicales, para quien sepa leer entre líneas, si bien no en forma nítida ni unidireccional. Ese panorama es suicida para el sindicalismo: significa la propia disgregación organizativa del mundo laborioso, su pérdida de fuerza y poder negocial, con independencia de que, en momentos puntuales, por las tensiones intersindicales, se tenga la tentación de caer en ella.

Este elemento de reflexión nos lleva a otro, tanto o más importante: el referido al sistema de organización del sindicato.

Seamos claros: el actual modelo de organización sindical, vertical y piramidal, no es tanto un ejercicio autónomo de la capacidad auto-organizativa del movimiento obrero, como una adecuación de la misma a un concreto modelo productivo. En la medida en que éste ha cambiado, ello comporta la necesidad de modificar, también, la estructuración del sindicalismo. En la medida en que el poder en la empresa se horizontaliza, en que la empresa se difumina y se descentraliza, ello debe comportar mimesis en idéntico sentido por parte del sindicato.

La organización del sindicato, pues, también debe ser flexible; flexible en el sentido de diversa. Sin duda que, en múltiples sectores y empresas de configuración productiva taylor-fordista, el modelo hasta ahora imperante sigue siendo útil. Pero ya no lo es para los colectivos que ven su sistema de relaciones laborales adecuado a los sistemas emergentes.

El modelo único, ecuménico, de organización, pues, debe darse por finiquitado. Ello significa la necesidad de hallar sistemas de organización horizontal, que unifiquen intereses más o menos homogéneos, mas que difícilmente pueden ser encuadrados en el canon tradicional. Ése es el caso, por poner ejemplos evidentes, de los teletrabajadores o de los autónomos dependientes, mas también el de determinados tipos de trabajos, vinculados con las nuevas tecnologías, que difícilmente pueden ser clasificados organizativamente a la vieja usanza (las federaciones -verticales- de industria). Lo sabemos: ese panorama es fácilmente asumible, en un sentido formal, por parte del viejo sistema, hace años que, con concretos colectivos (cuadros, técnicos, etc.), se viene poniendo en práctica... con resultados harto dudosos. En realidad en ese viejo esquema lo que se pedía a los diversos es que, ejerciendo determinadas dosis de singularidad, se sometieran a las decisiones de la mayoría de los trabajadores a cambio de cierta condescendencia hacia sus aspiraciones minoritarias. No es eso, precisamente, lo que estamos postulando: lo que intentamos afirmar es que esos intereses nuevos son tan legítimos como los tradicionales y que, en consecuencia, deben encontrar una organización adecuada y unos espacios de poder suficientes como para influir en las políticas sindicales; los intereses diversos, para quien sepa entenderlo, ya no son -sumados todos ellos- minoritarios. Por eso afirmamos antes que el mínimo común denominador debe ser más pequeño.

Por otra parte, el sindicato en el fordismo ha tendido ha situarse fuera de la empresa; o, en otras, palabras, su organización -no estamos hablando de la acción sindical- ha sido externa a la misma. Ello era perfectamente coherente con un modelo que, por definición, era unificador del sistema de relaciones laborales: como quiera que la realidad era más o menos única el poder decisorio, progresivamente, se iba alejando de dicho ámbito a fin de ganar fuerza, ante la patronal y ante el Estado.

En la medida en que con la flexibilidad la producción se diversifica en función de cada centro de trabajo y que la estructura empresarial se difumina, las singularidades aparecen de manera más visible, de ahí que también aparezca la necesidad de encontrar nuevos elementos de unificación de los intereses, diversos, y nuevas formas de vertebración del esqueleto sindical. Surge así, una aparente paradoja: mientras resulta necesario dotar al sindicato en la empresa de mayores capacidades de decisión (retornarlo al centro de trabajo), pues la realidad única tiende a finalizar y con ella las políticas verticales, hay que re-elaborar el discurso de la organización como tal (fuera de la empresa) a fin de que cada núcleo productivo no acabe convirtiéndose en una especie de sujeto autista, con la consiguiente pérdida de poderes y de configuración de respuestas alternativas. De nuevo, aquí, vuelve a aparecernos la minimización del común denominador que debe conformar el sindicato. Abundemos en esta reflexión para aclararla: el sindicato-organización debe ceder soberanía a sus ámbitos inferiores -los de empresa- y, a la vez, debe consolidar un discurso nuevo que sirva para re-unificar una realidad cada vez más diversa.

¿Y el Estado?, ¿qué hacemos con las siempre tortuosas relaciones entre el sindicalismo y los poderes públicos?. En buena medida el sindicalismo, hoy, sigue siendo estrábico: mira, en su acción sindical, de un lado, hacia el empresario y la patronal, y, de otro, hacia el Estado. Esa doble visión ha ocurrido siempre, incluso antes del fordismo, con independencia de que, en dicha etapa, por las razones ya expuestas, se haya agudizado la mirada hacia los poderes públicos.

El problema surge cuando, como está ocurriendo, se está poniendo en discusión, por parte del discurso hegemónico en boga, el papel interventivo del Estado en la economía y en el mundo de las relaciones laborales. De nuevo aquí, ante esos nuevos axiomas neo-liberales, debemos aplicar algunas intuiciones sobre la bondad y la maldad de las cosas. Una cosa es que, por mor de la propia heterogeneidad de la realidad productiva, al hilo de la flexibilidad, el papel unificador de la heteronomía del modelo de relaciones laborales disminuya y ello comporte la necesidad de readecuar las reglas de aplicación de las distintas fuentes del Derecho del Trabajo, resituando el papel de la autonomía colectiva -como más adelante se apuntará- y otra, muy distinta, es que el Estado deba abandonar su papel de intervención en el iuslaboralismo. Precisamente porque, aún bajo la flexibilidad, no existe una plena igualdad entre las partes contractuales, el Estado debe seguir siendo el garante de determinados mínimos. Buen ejemplo de ello lo hallaremos en el famoso debate sobre las 35 horas: es obvio que si se considera (como así lo hace la izquierda) que esa es una buena medida para crear empleo, ese objetivo sólo puede lograrse a través de una Ley específica... con independencia de que la diversidad de cada situación y el control de esa objetivo deba resituarse en el marco de la autonomía colectiva.

El Estado, pues, para el sindicalismo, para la izquierda, no puede retirarse, sin más, de la regulación de determinados mínimos del contrato de trabajo, ni de la salvaguarda de ciertas tutelas y ciertas garantías. Esa retirada es, precisamente, el objetivo de la derecha social: a fin de recuperar en el ejercicio de la autonomía colectiva mayores competencias de decisión unilaterales. Mas una cosa es esa constatación evidente y otra, muy distinta, que el papel de esa intervención heterónoma deba seguir manteniéndose en los papeles unificantes y homogeneizadores hasta ahora imperantes: ello es incompatible, por definición, con la diversidad dimanante de la flexibilidad. Hay, pues, que reformular -y no es ello una tarea fácil- el juego aplicativo de la heteronomía y la autonomía colectiva.

El sindicalismo, en consecuencia, debe dejar de mirar -como bajo el fordismo- al Estado como la solución de todos los males (cierto: esa tendencia ha empezado a ponerse en cuestión en los últimos tiempos), potenciando sus capacidades de intervención (las suyas propias) ante lo nuevo. Lo que se le debe exigir a los poderes públicos es que tutelen unas determinadas garantías mínimas y que ostenten una determinada salvaguardia de lo que podríamos denominar como “orden público laboral”

Mas, en todo caso, resulta evidente que el sindicato debe empezar a cortar su cordón umbilical con el Estado: al menos el condón umbilical fordista. Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, especialmente en el terreno de la socialdemocracia, a un debate sobre el papel respectivo de lo político (ello entendido como gestión del Estado) y lo económico: si bien se mira esa controversia no es más que una resituación de la ya secular polémica entre el rol del Estado y el rol del individuo.

Cierto: la izquierda -al menos, la tradición marxista- ha hecho siempre bandera del Estado en su discurso político. Mas no cabe olvidar que, en gran medida, ese discurso sobre el Estado se sustentaba sobre el propio eje motor de la izquierda: la sociedad. Otra de nuestras grandes diferencias con la derecha (precisamente por eso postulamos como elemento central la igualdad) es que nosotros no colocamos lo individual por encima de lo colectivo... todo lo contrario (¿de dónde vienen, si no, los términos socialismo, comunismo o colectivismo?).

Cabe, pues, en ese debate actual reconsiderar una postura plenamente alternativa: la necesidad de potencia la sociedad civil con todos sus valores. Entre el individualismo propio del liberalismo (el añejo o el renovado) y el estatalismo tradicional de la izquierda (y, en parte, del welfare) cabe un terreno obvio y necesario: la resituación de la sociedad como elemento que -ella misma- debe toma de decisiones y ponerlas en práctica. Es verdad: el welfare ha comportado, como dicen los post-modernos, neo-liberales y los teóricos del fin de la Historia la dependencia de los ciudadanos respectos al Estado. Ello es nocivo, sin duda. Lo que no quiere decir que deba sustituirse ese Estado-dependencia por el individualismo a ultranza. Quizás el pacto social del tercer milenio ya no pasa por el gran acuerdo interclasista con el Estado como garante, sino entre los ciudadanos entre sí a través de la propia Sociedad, como elemento de tutela ante la barbarie.

Por definición, el sindicalismo es un agente societario (en la medida en que unifica a ciudadanos en base a unos intereses a fin de gobernar el conflicto social); por tanto, la resituación del concepto sociedad -como valor de izquierda alternativo- en el viejo debate entre estatalismo e individualismo no puede sino favorecerlo. Se trata, en definitiva, de asumir la gestión -la autogestión- colectiva desde abajo de los problemas y soluciones de los ciudadanos (en nuestro caso, los ciudadanos laboriosos).

Demasiados interrogantes y pocas respuestas, lo sabemos.

Mas, en todo caso resulta evidente que tenemos el derecho a soñar. Es ése un privilegio propio de la condición humana que ni los más oprobiosos regímenes sociales ni los peores tiranos han logrado jamás extirpar ni controlar. Nuestro sueño -el viejo sueño- es volver a poner al mundo sobre los pies (si es que alguna vez lo ha estado). Mas en realidad, si bien se mira, no se trata de un derecho: en los actuales momentos es toda una obligación. Soñar un mundo distinto, más racional, más humano, más igualitario, y luchar para la consecución del mismo en plena confusión, es una deuda histórica que, paradójicamente tenemos las actuales generaciones: se lo debemos a las miríadas de antecesores que perseguían, en circunstancias distintas, idénticos fines; se lo debemos a nuestra progenie, para que el futuro no sea el retorno a la barbarie y a la ley de la jungla, como quiere la derecha social. Hemos de preservar y ampliar para nuestros nietos las conquistas de civilidad de nuestros abuelos, con todas las adaptaciones -eso sí- que sean necesarias.

Tal vez ha llegado el momento de reconocer que, entre los múltiples errores que los rojos hemos cometido, el peor ha sido el determinismo: en realidad, el fin de la Historia fue un invento nuestro, no de los gurús de la modernidad (¿le suena a alguien aquello de la lucha final?). Es buena la cura de humildad: reconocer, en definitiva, que no somos más que eslabones de una larga, muy larga, cadena que ni ha empezado, ni debe acabar –no acabará- con nosotros.



EL NECESARIO CAMBIO EN EL DERECHO DEL TRABAJO

GLOBALIZACION Y FLEXIBILIDAD


GLOBALIZACIÓN Y FLEXIBILIDAD. EL NECESARIO CAMBIO DEL DERECHO DEL TRABAJO Y LOS SUJETOS DE TUTELA COLECTIVA


Miquel Falguera i Baró

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo?


Ocurre a veces que en situaciones de desconcierto ante el presente y el futuro la mejor solución es volver la vista atrás. Una tranquila y serena reflexión puede ser una buena terapia moral para comprender qué nos pasa y a dónde vamos. No en vano uno busca en muchas ocasiones consuelo frente a la desdicha en literatura o en música escrita o compuesta hace siglos. Tal vez porque sea verdad la frase de que “todo está escrito”. De nada sirve ese ejercicio de retrospección, sin embargo, si con ello lo que se pretende es reafirmarse en el marasmo actual; en cambio, resulta tremendamente útil para diseñar un cambio en el devenir. O, mejor dicho, lo que creemos que debe ser el devenir.

No debe preocuparse el hipotético lector de estas páginas por el tono trascendente del anterior párrafo. No voy a relatarles mis crisis personales. Mi propósito es muy otro. Se trata de aplicar esa antigua terapia a otras heridas que no son morales: las del Derecho del Trabajo.

Es un tópico afirmar que el iuslaboralismo está en crisis. Los que hemos convertido esta disciplina en la pasión de nuestras vidas (y, créanme, somos muchos) asistimos desconcertados al nada reconfortante espectáculo de ver como el impresionante edifico del mayor logro de la civilidad del pasado siglo se desconcha y agrieta progresivamente, cuando no se desploma en alguna de sus partes. Ciertamente la construcción del Derecho del Trabajo no ha sido nunca pacífica: nuestras paredes siempre han presentado defectos, han precisado de retoques puntuales e, incluso, de cambios de estructura o de diseño. Quizás porque nuestra argamasa estaba basada en un inestable, por cambiante, consenso social o, tal vez, porque los ladrillos nos venían dados por otros –el modelo productivo-, nuestros muros no han tenido la solidez de las construcciones de otras ramas jurídicas. Puede ser también que, arrogantes, nos considerásemos arquitectos consumados, cuando nuestra disciplina es apenas secular.

El caso es, sin embargo, que desde hace varios años nuestros tabiques presentan enormes hendiduras. Y, lo que es más grave, los pilares empiezan a resentirse. De tal manera que la tradicional brigadilla de mantenimiento resulta incapaz de arreglar tanto desperfecto. Ya no se trata de lo que el maestro ROMAGNOLI ha calificado como las “microdiscontinuidades” del Derecho del Trabajo: las grietas actuales están haciendo peligrar el mismo.

En esta situación se escuchan voces que propugnan la demolición de nuestro edificio y el retorno a la vieja casa privatista de donde un día nos emancipamos. Otros, menos radicales, se decantan por una reforma en profundidad que deje el inmueble en una sola planta con escasas habitaciones, derribando gran parte de las edificaciones anejas que con el tiempo han ido ampliando nuestro hogar. No faltan, en el otro lado del espectro ideológico, inquilinos que propugnan aguantar lo que sea, aun con el riesgo de que la casa se nos caiga encima. Mientras tanto, vamos poniendo remiendos que, a veces, duran escasos días.

Quizás ha llegado el momento de hacer un pequeño paréntesis en nuestros furibundos debates respecto cómo ha de decorarse una concreta habitación y reflexionar sobre el edifico en su integridad. En dicha tesitura es donde cobra vigencia el apósito moral con el iniciábamos estas reflexiones. Tal vez la mejor solución pase por detenerse un momento –sólo un momento-, ver de donde venimos y empezar a trazar los planos de lo que queremos ser. Planteándonos incluso –por qué no- si nuestra disciplina sigue siendo necesaria.

Pues bien, entrado en la labor retrospectiva cabe hacernos una primera pregunta: ¿por qué nació el Derecho del Trabajo?. Creo que la respuesta es simple: porque las instituciones procesales y substantivas del Derecho Civil eran incapaces de regular y solucionar el conflicto social. Es conocido, en este sentido, que ni el Código Civil –ni sus precedentes normativos-, como tampoco las diferentes leyes procesales fueron efectivas, ni aquí ni en ningún otro país, para dar respuesta a lo que ocurría en las fábricas. No concurrieron sólo, sin embargo, razones funcionales: también las había estructurales. El derecho privado se basa, en efecto, en la regulación, abstracta e hipotética, del marco normativo de composición de posibles antagonismos entre sujetos y, en su caso, en la intervención puntual del Estado ante una concreta divergencia jurídica o juridificada, solucionándola –mal que bien- a través del “imperium”. Punto final y a otra cosa. Ahora bien, en lo que hoy conocemos como Derecho del Trabajo, el conflicto social no es puntual ni hipotético: es inherente al mismo. En otras palabras, si bien ambas partes, trabajador y empresario, se necesitan mutuamente, intenta aquél obtener mayor compensación salarial y mejores condiciones de trabajo y éste más plusvalía. A lo que cabe añadir que, como indica uno de las mentes más preclaras de nuestra disciplina (OJEDA AVILÉS), “a nadie le gusta vivir siempre en situación de dependencia de otro”. No existe igualdad entre las partes, en tanto que los asalariados están sometidos a la capacidad de organización del empresario. Existe, pues, lo que se conoce como “suma cero”: el trozo de tarta que uno se lleva lo pierde otro. Y ese conflicto no es puntual, es constante y dinámico. A eso, antes se le llamaba “lucha de clases”. Quizás la continuidad del conflicto social explique, también, las constantes reparaciones de nuestro metafórico edificio.

Pecaríamos, sin embargo, de la típica arrogancia de los juristas si, previamente, no reconociéramos una cosa: el conflicto siempre es anterior a su juridificación. El Derecho nunca puede ser previo, ni ajeno, a la realidad. Es la existencia de un concreto antagonismo societario el que genera la necesidad de norma. La experiencia nos demuestra que cuando dichos términos se invierten o se obvia la realidad creamos leviatanes. Pues bien, el Derecho Social –entendido como intervención o reconocimiento por el Estado en el conflicto laboral- es posterior a la génesis social. Nuestras principales instituciones –léase aquí, la huelga, la negociación colectiva, la autocomposición, el sindicato, la autotutela colectiva, etc.- son previas a su normativización. No entraré aquí en la polémica respecto a si el Derecho de la Seguridad Social aparece ex novo, como algún autor afirma. En todo caso cabe recordar que, en una primera etapa, la sindicación y las instituciones de previsión social eran una misma cosa. Tal vez porque, en definitiva, de lo que se trataba era de luchar contra la desprotección social y la miseria.

Los trabajadores descubrieron mucho antes de que el Derecho del Trabajo pudiera reconocerse como tal lo que hoy llamamos “autonomía colectiva”, es decir y simplificando que la “unión” –el significativo término anglosajón para referirse al sindicato- les situaba en posición de paridad ante el empleador. Y, sin duda, es “lo colectivo” la nota característica más esencial del iuslaboralismo.

Cierto: en paralelo existió también un interés de determinadas y poderosas instancias sociales de regular heterónomamente la situación de precariedad en que vivían los ancestros de los actuales asalariados. Mas que nadie se llame a engaño: ese caritativo interés no hubiera existido sin el previo y virulento conflicto de clases. La intervención estatal en la materia –es decir, el nacimiento de nuestra disciplina- no es más que el implícito reconocimiento de la situación de desigualdad entre las partes y, por ende, del manifiesto fracaso del contractualismo liberal en el terreno social. Y, en consecuencia, la prueba más clara de la propia injusticia intrínseca del capitalismo.

A partir de dicho reconocimiento los acontecimientos se precipitaron. Las clases dominantes metabolizaron con inusitada rapidez la quiebra del dogma liberal. Y tal vez no por razones altruistas: empezaba entonces el cambio hacia un modelo productivo –el fordismo- que tenía como base la estabilidad de las relaciones laborales y la integración de la autonomía colectiva en la propia empresa. De tal manera que el Derecho del Trabajo se vio, pronto, constitucionalizado. Y, en paralelo, las políticas keynesianas articularon una compleja trama de protecciones sociales ante las situaciones de carencia. En la Europa Occidental de posguerra (obviemos aquí las reflexiones relativas a España y la anormalidad histórica que supuso el cáncer franquista) aquellos derechos exigidos y reclamados por generaciones de asalariados (de la probreza laboriosa) se vieron –en un período temporal relativamente escaso- no sólo reconocidos, sino también elevados a elementos configuradores del sistema constitucional. Nacía lo que hoy conocemos como Estado Social de Derecho, el viejo sueño de los “padres” de Weimar. En esos momentos nuestro edificio empezó a crecer inusitadamente, a veces con lujos artificiosos. Día sí, día también se agregaban nuevas plantas y nuevas habitaciones. Es difícil, por no decir imposible, hallar en la Historia un triunfo tan notable y contundente de la civilidad laica, de la razón: el viejo valor republicano de igualdad empezó a equipararse con el de la libertad. En esta nueva etapa, pues, el iuslaboralismo se reconoce a si mismo, esencialmente, como un instrumento igualatorio entre clases; no se trata sólo de la simple composición del conflicto, sino de poner las medidas para que la igualdad sea efectiva.

En nuestro esplendor, sin embargo, caímos en el viejo error de “mirarnos el ombligo”. El movimiento obrero organizado, el sindicalismo, y el propio Derecho del Trabajo obviaron algunos factores de análisis esenciales en la etapa de esplendor respecto a lo que deberían ser sus fines últimos. En otras palabras: el orgullo por haber conquistado en un tiempo tan relativamente escaso el primer instrumento efectivo de igualdad social (de haber normado por vez primera “la igualdad”) conllevó que nuestra reflexión igualitaria no siguiera avanzando. Mientras hacíamos crecer nuestra casa, nos limitamos a deleitarnos ante la bastedad de nuestro predio, omitiendo cualquier intento de expansión.

La primera de nuestras omisiones tenía un ámbito geográfico. Nos negamos a nosotros mismos una simple constatación: en los países opulentos vivimos tan bien porque otros –que son los más a escala planetaria- viven peor. Es decir, nuestro sistema, tan civilizado, resultaba posible porque el nivel de rentas nacional –construido en buena parte sobre el expolio sistemático de “los otros”- lo permitía.

Tampoco profundizamos demasiado en una segunda omisión intrínsecamente conexa con la anterior: en el concreto marco de los distintos mercados internos las clases dominantes preferían renunciar a una parte de sus rentas y de sus potestades “naturales” a cambio de paz social. El “peligro rojo”, surgido del gran combate social de principios de la pasada centuria, seguía latente. El pacto social welfariano se sustentaba, por tanto, en un sinalagma no escrito: la porción de tarta nacional de los trabajadores se incrementaba, a cambio de que no se discutiera el sistema “in toto”.

El Derecho del Trabajo, pues, se basaba sobre dos ejes: de un lado, se constituía como garante del pacto (por tanto, con su régimen de derechos y obligaciones para ambas partes); por otro, inherentemente, su ámbito era nacional (salvo esas declaraciones de intenciones que son los convenios de la OIT). No empece a esta última consideración la cesión de soberanía a las instituciones comunitarias en el seno de Europa: se trataba de construir un mercado interno más amplio. Nuestro paradigma igualitario, pues, no era absoluto, al estar sometido a dos fronteras: las geográficas del Estado –o de la Comunidad- y las materiales del pacto implícito. Nuestra disciplina se erigía como garante de la paridad contractual efectiva en un concreto país y sólo respecto a las reglas de distribución de la tarta.

Las claves de la tercera omisión analítica podemos hallarla en los recientes trabajos de una de las mentes más claras de la izquierda catalana, Antoni Doménech. Los valores republicanos no se agotaban en la libertad y la igualdad. La tríada de Robespierre incluía, también, otro concepto: la fraternidad. Si despojamos a la misma de sus valores clericales y hacemos la lectura moderna que Doménech nos propone nos hallamos ante un principio basado en que nadie precise de permiso de otro para vivir, en tanto que como ciudadano tiene derecho a medios de sustento. El Derecho del Trabajo –como depositario de la herencia del Welfare- no avanzó en ese terreno: la igualdad –como derecho de civilidad- se erigía sólo a partir del factor trabajo. Si éste no existía tampoco lo hacían nuestras tutelas. De alguna manera, sustituimos la idea liberal de ciudadano-propietario por la de ciudadano-trabajador. Ello es especialmente denotable, por ejemplo, de los llamados sistemas continentales o profesionales de Seguridad Social. Es apreciable, empero, que de alguna manera, la vieja idea fraternal seguía perviviendo en nosotros: en mayor o menor medida ampliamos también nuestras tutelas hacia los desprotegidos no trabajadores (asistencia social, subsidios, prestaciones no contributivas, etc.). Debemos reconocer, sin embargo, que las situamos (seguimos haciéndolo) en la periferia de nuestra disciplina.

La última omisión tenía, incluso, un mayor calado: olvidamos que nuestro edificio está construido sobre un terreno inestable, el de un modelo productivo concreto. Todas nuestras instituciones, todas nuestras reflexiones jurídicas se adecuaban (como no podía ser de otra forma) a las necesidades específicas y puntuales de los conflictos surgidos entre los sujetos contractuales en relación al modo de producción fordista. Nos reflejamos en el mismo y teorizamos, sólo, sobre él. Sin duda puede imputarme el lector de estas páginas que esta crítica es contradictoria con la necesaria y óptima normativización vinculada al conflicto por la que antes abogaba. Una mayor concreción explicativa evidencia, empero, que no hay tal contradicción: lo que ocurre es que omitimos (olvidamos) en su momento que los modos y formas de producir no son estáticos en el capitalismo. Que evolucionan constantemente. Y que aunque esos cambios periódicos son generalmente puntuales o de escaso calado (los que originas las microdiscontinuidades de nuestra disciplina), en contadas ocasiones, por mor de la tecnología, la mutación es radical. Quizás de haber recurrido a los viejos clásicos, de no haberlos olvidado y reciclado tan pronto, entenderíamos lo que vendría luego: ”la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata de El Manifiesto Comunista (tan desfasado, al parecer, según algunos, tan sorprendentemente fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente a esa patología autodestructiva de la especie que es el capitalismo, comportan la conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para que unos pocos ganen más dinero.

El Derecho del Trabajo no supo (o no pudo) construir un discurso por la igualdad entre clases que transcendiera no sólo a las fronteras antes expuestas, sino tampoco al concreto modelo productivo vigente. La igualdad entre las partes devino, pues, formal, no substantiva. Los mecanismos de paridad social tenían claros límites que, probablemente, no podíamos traspasar porque esos eran los lindes de nuestra finca. Y bien, pensará el lector: ¿no es esto también invocable de la evolución de la izquierda en los países capitalistas durante la etapa del welfare?. Sin duda. Ocurre, sin embargo, que por su origen histórico –por su imbricación en los “valores republicanos” tradicionales y su conexión con los valores emancipatorios de los trabajadores- el Derecho del Trabajo es el Derecho de la izquierda. No es casual que la actual crisis de ésta sea coetánea a la nuestra propia. Como tampoco es casual que las organizaciones de izquierda (y, entre ellas, el sindicalismo) se erigieran como portavoces del movimiento obrero. De un movimiento obrero que, sobre todo en Europa, se imbricó en un marco nacional.

Esos tiempos de esplendor, siguiendo con el íter histórico, fueron poco a poco apagándose. Empezaron a ocurrir cosas puntuales que, al principio, no nos alarmaron. La saturación del mercado comportó cambios importantes en el modelo fordista –que aún era reconocible como tal-. La crisis de los setenta afectó al empleo y el principio de estabilidad en la ocupación se hizo añicos. La nueva tecnología informática se implementó en los centros de trabajo. La necesidad capitalista de un “ejército industrial de reserva” –de nuevo, el viejo barbudo de Tréveris- rompió el mercado laboral, primero con los jóvenes y la contratación “basura” y los sistemas retributivos duales, luego, con el uso ominoso y explotador de mano de obra extranjera. El sujeto colectivo típico se disgregó en múltiples colectivos con intereses diferenciados. Ninguno de dichos fenómenos, por él mismo, nos preocupó demasiado: “las típicas discontinuidades...”, pensamos mientras llamábamos con cada vez mayor asiduidad a la brigadilla de mantenimiento. Cuando nos quisimos dar cuenta el modelo de empresa fordista estaba en vías de extinción, el tradicional estereotipo de interés colectivo de los trabajadores se había disgregado, el sistema de relaciones laborales había mutado hasta novarse. En definitiva, el modo y la forma de producir había cambiado radicalmente. El terreno sobre el que habíamos construido nuestro imponente palacio había experimentado una transformación sísmica.

Pero no fue sólo eso. Tal vez un cambio in rádice como el ocurrido en el terreno productivo podría haberse solucionado con una modificación en profundidad de los planos de nuestro ajado palacio. Los factores concurrentes, sin embargo, son más complejos. El nuevo modelo de producción se caracteriza, también, por la internacionalización de la producción y los servicios a través de redes (la famosa globalización), en tanto que el cambio informático y las modificaciones en el transporte permiten la microdisgregación del sistema productivo. Y ocurre que nosotros carecemos de mecanismos que permitan traspasar nuestras fronteras geográficas.

Y lo más grave: las clases dominantes han dado por roto el añejo pacto fordista-keynesiano. Ya no precisan del mismo: han triunfado irremisiblemente –al menos por ahora- frente al “peligro rojo”. Las viejas conquistas de nuestros abuelos se ven constantemente discutidas y negadas por aquéllas, que invocan, ante la modificación radical del paisaje lo que los juristas llamamos el principio “rebus sic stantibus”: el fin de la causalidad que dio origen al previo contrato. La conocida noción de “la lucha de clases desde arriba”. El neo-liberalismo invoca, en definitiva, el fin de las viejas tutelas conquistadas, el individualismo descarnado, la primacía del mercado –del afán de lucro- sobre la civilidad. Para ello hay que dinamitar la vieja noción de “igualdad” (¡no digamos, la “fraternidad”!) e inmolarla en el altar de la “libertad” (de las empresas, no de los ciudadanos)

He aquí las –conocidas- razones de nuestra crisis.

¿Sigue siendo necesario el Derecho del Trabajo en ese panorama?. Permítame lector que utilice esa técnica de respuesta que -no sé porqué razón- es denominada “a la gallega” y conteste a una pregunta con otras: ¿Existe ahora igualdad entre trabajador y empresario?, ¿se ha superado la situación de dependencia de los trabajadores respecto a sus empleadores?, ¿ya no aspiran los asalariados a cobrar más y trabajar menos y los empresarios a obtener más ganancias?, ¿ha dejado de ser necesaria la “unión” de los trabajadores para equipararse al empresario?, ¿hemos alcanzado un nivel de desarrollo humano que conlleve la aniquilación de la solidaridad societaria hacia los más desamparados?. Es obvio que una visión objetiva –aunque no forzosamente imparcial- de la realidad ha de comportar una respuesta negativa a esos interrogantes-respuestas. Las razones que generaron el conflicto social del que surgió el Derecho del Trabajo siguen ahí, si bien con lógicos matices diferenciados respecto a etapas anteriores. Por tanto, la conclusión es obvia: el iuslaboralismo sigue siendo necesario. Y no sólo (contra lo que se afirma por parte de algún sector) en relación con las importantes bolsas de fordismo que siguen existiendo en la realidad productiva. El Derecho Social continua siendo también imprescindible también respecto a las relaciones laborales surgidas de la nueva cultura productiva.

Es obvio que esta última constatación ha de ser matizada: lo que sigue siendo necesario es la intervención jurídica en el conflicto dimanante de la nueva cultura productiva, a fin de materializar instrumentos de igualdad entre las partes. Y, en aras a preservar el principio de adecuación entre el Derecho y la realidad por el que antes se abogaba, esa intervención debe producirse respecto al nuevo panorama productivo, con los necesarios cambios y modificaciones –radicales- en nuestra disciplina. No podemos obviar, sin embargo, que los estómagos agradecidos de los voceros e ideólogos en boga del neo-darwinismo social (en una relación directamente proporcional entre su impacto mediático y su conocida limitación mental) están poniendo en tela de juicio la noción de igualdad. ¿Y bien?... ¿no hemos calificado antes el Derecho del Trabajo como el Derecho de la izquierda?. Probablemente, por nuestro orígenes y nuestra propia ontología, nos corresponde a los iuslaboralistas (más que a ninguna otra disciplina jurídica) seguir defendiendo los viejos valores republicanos. Cuando amaine el vendaval neo-conservador, esos valores de la civilidad laica seguirán perviviendo y siendo necesarios. Mientras tanto empecemos a reflexionar sobre los elementos configuradores de nuestra transición a partir del actual desconcierto. Desconcierto no sólo propio: también resulta postulable del movimiento obrero organizado y de la propia izquierda.

En el anunciado desconcierto de la izquierda de las sociedades opulentas (también en el sindicalismo, también en el iuslaboralismo pro operario) aparecen en su seno –muchas veces enfrentados- dos discursos: el de la oposición radical a los cambios en trance con la reivindicación coetánea del paraíso perdido del welfare , y el del posibilismo, consistente en la aceptación acrítica de los nuevos procesos, con intentos de parcheos humanizadores de la barbarie (de nuevo, el viejo debate entre el dogmatismo y el posibilismo: ¡Nunca aprenderemos!). Debo confesar que ninguna de ambas opciones me convence: el discurso maximalista obvia que el Estado del Bienestar de los últimos cincuenta años se construyó sobre el sufrimiento de la mayor parte de la humanidad (sigue, por tanto, instalado en el pecado original de la izquierda del welfare: su egocentrismo); el pragmático, que ningún cambio es posible sin una alteridad propositiva.

En tanto que el viejo pacto social ha sido considerado roto por una de las partes, de nada sirve empecinarnos en mantener su vigencia. Eso es algo que ya sabemos desde el Derecho romano. Ese pacto se basaba –es obvio- en el reconocimiento de una serie de derechos a la “pobreza laboriosa” –ya no tan pobre gracias a aquél en términos generales-; pero muchos parecen no recordar que también existían obligaciones para esa parte: entre otras, las renuncias a “ir más allá” en el discurso igualitario y de superar los límites de nuestro predio, tal y como antes hemos expuesto. Si el sinalagma surgido de la legítima unión de fordismo, welfare y Estado Social de Derecho ya no está vigente, carece de sentido seguir manteniendo esos límites. Y si el Derecho del Trabajo sigue siendo necesario –como hemos abogado en líneas anteriores- resulta imprescindible repensarlo en el nuevo panorama, sin que las fronteras e instituciones antes vigentes tengan porqué permanecer imperturbables.

Esta imprescindible readecuación nos lleva, forzosamente, a poner en tela de juicio los marcos nacionales de nuestra disciplina. Nos obligan a readecuar nuestro discurso al nuevo panorama productivo. Y, finalmente, nos empelen a reflexionar respecto a nuestras instituciones de configuración del interés colectivo y la autotutela. Son estos los aspectos que intentaremos abordar en las siguientes páginas.





El problema de las fronteras: por una re-internacionalización del Derecho del Trabajo


Decíamos en párrafos precedentes que el Derecho del Trabajo fordista se caracterizaba por su ámbito nacional –o estatal, o comunitario, como prefiera el lector-. Los momentos de esplendor de nuestra disciplina tuvieron como eje central una economía de escala centrada en el círculo vicioso de abaratamiento de costes productivos e incremento de la productividad, de una parte, y aumento de rentas internas y consumismo a ultranza, de otra. También eran ésas cláusulas no escritas del contrato social de postguerra.

El fenómeno que conocemos como “globalización” productiva[1] comporta la ruptura del mercado interno fordista y la caída de los proteccionismos. Las artículos adquiridos por la población con menos capacidad adquisitiva provienen de países, a menudo, muy lejanos.

Y, en paralelo, la concurrencia de múltiples factores, ya expuestos, conlleva la disgregación de la producción y su internacionalización. Las famosas “deslocalizaciones” están al orden del día. Sin duda, no es un fenómeno nuevo: siempre ha ocurrido así por la propia lógica interna del capitalismo. Ocurre ahora que el abaratamiento del transporte y la microdisgregación productiva permiten la generalización a múltiples niveles del fenómeno.

El fin del mercado interno (de bienes y servicio y de mano de obra) comporta la paradoja de que los principales afectados por esa tendencia son los principales clientes de los productos baratos foráneos: ¡a la fuerza ahorcan!. No son infrecuentes –aunque sí, puntuales- determinados estallidos sociales de trabajadores que, en concretos sectores, ven peligrar sus derechos tradicionales ante la irrupción de esas mercancías baratas.










26 November 2006

RELEGITIMAR EL SINDICATO, RELEGITIMAR LA IZQUIERDA

mfb


Mucho se ha escrito en los últimos años sobre los nuevos sistemas productivos, eso que, con todo el simplismo que se quiera, calificamos hoy como flexibilidad. No hay para menos; sin duda nos hallamos sobre el epicentro de un auténtico terremoto que está haciendo tambalearse la tierra de las antiguas certezas del mundo del trabajo: las propias culturas, conformadas en aluvión histórico, de los agentes negociales y de los sujetos contractuales, los instrumentos de mediación y externalización del conflicto social, el Derecho del Trabajo y todas y cada una de sus instituciones... No es rara, pues, la sensación de total desconcierto que nos invade.

Es lógico el desconcierto, especialmente por el hecho de que quien realmente está gobernando este proceso (si es que hay alguien al timón en medio de este huracán) o, si se prefiere, quien está haciendo el discurso hoy por hoy hegemónico en la materia, son los propios empresarios (que han hallado en las nuevas circunstancias una coartada para re-discutir el anterior marco de igualdad formal post-weimarniana e intentar resituar a su favor el sistema de derechos y obligaciones en ese sinalagma que es el contrato de trabajo) y la derecha (que ha encontrado un auténtico filón para romper los marcos constitucionales hasta ahora vigentes en Europa y pretende imponer su egoísta ideología basada en el individualismo y el afán de lucro, como una especie de derecho natural, propio de la condición humana). La desorientación de la izquierda social y, en ella, de las organizaciones representativas de los trabajadores es obvia ante dicho panorama: los ejes conformadores de nuestro discurso tradicional frente a aquellos poderosos enemigos se correspondían a una realidad que está en profundo cambio, lo que está comportando que aquel, poco a poco, devenga obsoleto.

La Historia nos demuestra como, muchas veces, los axiomas, las verdades absolutas por todos aceptadas en un tiempo como irrebatibles, se desmoronan, en ciertos momentos puntuales, cual castillos de naipes. Quizás la misma noción de axioma conlleva tan trágico fin, quizás la propia condición humana comporta que precisemos de espejismos conceptuales.

Izquierda y trabajo asalariado (y cultura del trabajo asalariado) han sido durante dos siglos términos coincidentes en cualquier reflexión. Mas cuando hoy hablamos desde la izquierda de aquello que ha sido tradicionalmente el eje y el sujeto sobre el que se ha vertebrado dicha ideología (o dicha ética, o dicha estética, ese pathos, en definitiva, sobre el que se ha conformado la alteridad respecto a la cultura dominante bajo el capitalismo), es decir, cuando hablamos del trabajo asalariado, resulta inevitable la sensación de vértigo que produce el fin de los axiomas. Enterrada por algunos la lucha de clases (por lo que hace a la ideología conflictual dimanante del mentado concepto y, últimamente, incluso como expresión del conflicto social, negado por las terceras vías), ya muchas voces ponen en entredicho que los trabajadores, aquello que -no hace mucho- llamábamos clase obrera, sean el sujeto revolucionario. Y avanzan otros aún más en el terreno del escepticismo preguntándose, mirando fijamente la calavera de antiguos esplendores, si la izquierda tiene hoy sentido. Por no hablar de los augures del fin del trabajo y del sindicalismo -que también los hay en nuestros filas-.

No compartimos la mayor parte de las dudas que hemos puesto encima de la mesa: En éste, al parecer, paradisíaco mundo globalizado en que nos ha tocado vivir, siguen existiendo explotadores y explotados (y no sólo en el tercer mundo), siguen existiendo propietarios de los medios de producción y personas que deben vender su fuerza de trabajo físico y/o intelectual (cierto: a veces en muchos casos -mas no siempre- en las sociedades opulentas no sólo para subsistir, sino para vivir dignamente), siguen existiendo alienaciones colectivas de tanto o mayor calado y complejidad que antes y sigue existiendo un profundo déficit en el ejercicio del derecho a la igualdad, la más importante conquista de la civilidad humana, junto al resto de libertades públicas. Los medios de producción -mucho más complejos- siguen en manos de unos pocos, y muchos más dependen de ellos (trabajan para ellos) y esos pocos imponen qué, cuándo y cómo se produce, sin atender a las necesidades individuales y colectivas de las personas, obviando, si es necesario para sus intereses, el Estado de Derecho, devastando la naturaleza en su afán de lucro incesante. Reivindican, en definitiva, no la Sociedad del Bienestar, sino el bienestar de las sociedades (anónimas, por supuesto). El foso entre los distintos países es cada vez mayor, de tal forma que estamos avanzando hacia una dualización planetaria que excluye de las conquistas de la civilización a más de dos terceras partes de la humanidad, bunquerizando los países opulentos, fomentando el racismo: la libertad de circulación es para el capital, no para las personas. Y lo que es peor, la sinrazón reinante goza de la mayor legitimación social que ha ostentado nunca.

Ya lo sabemos: dichas reflexiones son las verdades del barquero... pero, a veces, resulta necesario recordarlas, so pena de caer en el escepticismo.

Pero no nos pongamos trascendentes: esas constataciones no quieren decir que el vértigo, por la crisis de nuestros axiomas, sea inexistente; en otras palabras: los problemas de fondo siguen siendo similares a los antes, cuando no idénticos (profundamente modificados, pero substancialmente semejantes), mas nuestras alternativas están en crisis porque no se adecuan a la nueva realidad. Permítasenos el símil: los virus causantes de esa patología que es, en su propia esencia, el capitalismo han mutado, creando sistemas de defensa a nuestros antibióticos tradicionales: deben buscarse, pues, nuevos remedios (lo que, por cierto, no quiere decir que aquellas medicinas antiguas sean ineficaces).

El problema de fondo de esa crisis (crisis en el sentido de que las certezas sobre las que hemos construido nuestra alternatividad se han desmoronado), sin embargo, sigue siendo el mismo: más allá de la atronadora (y merecida) caída de los terribles monstruos que creó, cual Kurtz el fascinante personaje de Conrad, nuestro sueño de la razón, el sistema de producir está cambiando. Y con el sistema de productivo están cambiando muchas más cosas: las culturas y los supuestos atavismos sobre los que se han construido aquellos axiomas. En definitiva, la forma de entender el mundo de las gentes. Los sistemas productivos, las formas y modos de producir no son realidades cerradas, respecto a la colectividad humana del momento histórico en que se producen: de ellos dependen, sustancialmente, los valores que estructuran la sociedad en que se desarrollan. Que nadie se sorprenda por esa constatación: tiene más de ciento cincuenta años, al menos. Se halla implícita en el Capítulo Primero de “El Manifiesto Comunista” y en forma explícita en las páginas iniciales de “La ideología alemana”. Ninguna sociedad se ha vertebrado jamás sobre otro elemento que no sea el trabajo (en sus múltiples e históricas acepciones); de esa vertebración han surgido los diferentes estereotipos e imaginarios culturales.

Como tampoco debe sorprender la actual lectura hegemónica del nuevo sistema productivo y la actual impresión de hallarnos a remolque del discurso de las clases dominantes: la izquierda, los trabajadores, el sindicalismo, nunca han puesto en práctica un modelo de producción alternativo al imperante en cada situación histórica por el capitalismo. Es más, cuando han llegado al poder se han limitado a entronizar el modelo vigente en los países capitalistas, cuando no lo han exaltado. Hemos -los rojos- hecho siempre énfasis en nuestro discurso en el sistema distributivo, pero hemos aceptado, como algo lógico e inmutable, el sistema productivo. Paradójicamente los protagonistas (los sujetos activos) del trabajo en el capitalismo han discutido a éste cómo se distribuyen las rentas producidas por aquél (y han creado alternativas, más o menos plausibles), pero raramente han puesto encima de la mesa (y menos elaborado alteridades, salvo algunas reflexiones puntuales del anarquismo y el consejismo) la forma de producir; o, cuando lo han hecho, se han limitado, en general, a enmendar el sistema existente. Nuestro discurso, pues, respecto al sistema productivo siempre ha sido subsidiario.

En todo caso: cualquier manual de historia del sindicalismo o de la izquierda nos demuestra como siempre ((siempre!) hemos llegado tarde a las nuevas situaciones producidas por las revoluciones productivas. Las hemos asumido, muchas veces con la pasión de los conversos, a “pelota pasada”, cuando la realidad era inevitable (entre otras cosas porque prácticamente nunca hemos dominado ésta). El protomovimiento obrero anterior a la revolución industrial se opuso a la mecanización del trabajo con métodos conocidos que hoy nos parecen poco ortodoxos, y, sin embargo, con posterioridad, tanto el sindicalismo como la izquierda elevaron a dogma de fe las bondades (objetivas) de aquélla (se trataba, en definitiva de su propio caldo de cultivo)
[2]; se abominó en su día del taylorismo y el fordismo, y, pocos años después considerábamos que eso era el súmmum de la cultura productiva (¿o no era ése en el fondo, el modelo productivo de la Unión Soviética?: ¿qué diferencia existe -desde la perspectiva de la producción- entre el macdona’sdiano “empleado del mes” y el camarada Stajanov y la emulación socialista?). Pues bien, en los actuales tiempos nos hallamos en una situación paradójica similar: recelamos aún de lo nuevo y empezamos ya, en potencia, a glorificarlo. De esa paradoja, de ese desconcierto, aparece la hegemonía en el planteamiento de los cambios de nuestra contraparte.

Nos ha tocado vivir unos tiempos de profundas mutaciones sociales en una situación de derrota objetiva: debemos volver a reconstruir los asolados muros de la civilidad, destruidos por la nueva tecnología militar de los bárbaros (¿también por nuestros errores?: ¡también!), sin que nos sirvan gran parte de los materiales y técnicas a los que estábamos acostumbrados. Para hacerlo no nos queda más que una vía: aprender de aquella nueva tecnología y readecuar nuestras defensas a la misma. Ya vendrán los tiempos de pasar al ataque.


¿Pero qué diablos es la “flexibilidad”?

Hace tiempo que sabemos (o intuimos) que, en momentos de desorientación, en situaciones de crisis, personal o colectiva, un buen remedio es la lectura de los clásicos. O, mejor dicho, su re-lectura: la subjetiva readaptación de los mismos a la nueva realidad que no acabamos de comprender, como coadyuvante de racionalidad en medio del caos. Probablemente sea verdad que todo está ya escrito y que las respuestas del futuro se encuentran en los interrogantes del pasado.

Pues bien, en estos momentos de general desconcierto de la izquierda una posible salida al mismo es el enunciado retorno a los clásicos. Por supuesto, a nuestros clásicos.

Volvamos a las verdades del barquero: “la burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social (...) La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción interrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes”. Sí, se trata, de nuevo, de “El Manifiesto Comunista” (tan desfasado, al parecer, según algunos apóstatas y escépticos, tan fresco aún para quien sepa leerlo con ojos nuevos, sin dogmatismos). La entronización de la cultura del dinero, del afán de lucro, la mercantilización de cualquier actividad e, incluso, sentimiento humanos, elementos que definen todos ellos intrínsecamente al capitalismo, comportan esa conocida dinámica: el cambio constante del modelo productivo para producir más, para ser más competitivo (término paradigmático de la supuesta modernidad), en definitiva, para ganar más dinero. Es por ello que cualquier innovación en la técnica (y en el modus operandi de las empresas) conlleva cambios de profundo calado en el sistema productivo, en la forma y manera de producir, afectando, como hemos visto, las formas de pensar, las necesidades, las aspiraciones de las gentes (de nuevo los clásicos, Gramsci, en este caso, y sus Cuadernos de Cárcel: “los nuevos métodos de trabajo son inseparables de un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida”).

En esa loca carrera del capitalismo hacia la barbarie y la autodestrucción confluyen, en los últimos veinte años, una serie de factores a ponderar, factores interrelacionados entre sí, que explican en gran medida las razones del salto de página que comportan los nuevos sistemas productivos y, en consecuencia, la crisis del taylor-fordismo:

- En primer lugar, la propia crisis del sistema productivo hasta entonces hegemónico, el taylor-fordismo, singularmente en Estados Unidos, a finales de los setenta ante la entonces pujanza del modelo japonés (y, en menor medida, alemán), basado en la descentralización, el trabajo colectivo y el “just in time”. La saturación del mercado y la exigencia social de productos con cambios constantes en sus formas, que comporta la generalización de la cultura del consumismo, es difícilmente compatible con la producción en serie tradicional
[3]. De esa crisis de principios de los ochenta aparece, singularmente en las grandes empresas, lo que se conocerá como “post-fordismo” es decir, una nueva estructuración empresarial, la potenciación de un cierto nivel de participación y una directa vinculación de la demanda con la producción, que permita una realización de productos más flexible.

- En segundo lugar, debe ponderarse el impacto que al respecto tiene la generalización de la informática en la producción, especialmente tras la universalización de los ordenadores personales desde mediados de los ochenta y, en los últimos tiempos, de Internet, como instrumento vinculado con el trabajo. Las formas de producir experimentan un cambio ostensible, visible, en mayor o menor medida, en todos los sectores: los trabajos constante y repetitivos (propios del taylor-fordismo) empiezan a ser automatizados, la producción en serie es sustituida por una producción “a la carta” y, a la vez, se abren unas potencialidades desconocidas hasta ahora.

- A ello debe añadirse, como tercer elemento coadyuvante, las indudables consecuencias en dicha cuestión la llamada mundialización o globalización, en parte provocada por los dos elementos descritos, junto a un espectacular desarrollo de los sistemas de transporte, la caída de los países del Este y la apertura de nuevos mercados. Ciertamente nos hallamos ante uno de los conceptos concurrentes en cualquier análisis en este fin del milenio: bajo dichas palabrejas se esconde, sin embargo, en la mayoría de ocasiones la tendencia generalizada hacia la implementación de un mercado único de capitales a escala planetaria. Mas también es cierto que podemos hablar de globalización en el terreno de la producción: estamos viviendo una auténtica internacionalización de ella, a partir, de un lado, de la parcelación del proceso productivo, que permite que las partes que componen cualquier producto puedan realizarse en países distintos, y, de otro, por la facilidad de las empresas de desplazar la elaboración de bienes de un Estado a otro, en busca de ventajas comparativas que incrementen su tasa de ganancia.

- En cuarto lugar es apreciable el crecimiento de la división de funciones producciones entre los distintos países, con un sensible incremento de la terciarización en el primer mundo. La globalización, que se ha dado también en la producción, ha significado que una parte significativa de la industria tradicional (en general la sucia, mas no siempre) se halla desplazado fuera de las fronteras de las amuralladas metrópolis, de tal manera que podemos hablar de una nueva división mundial del trabajo. Si, según los manuales, en buena medida la implementación del capitalismo es explicable por la previa o paralela reestructuración de la agricultura, alguna reflexión debemos hacer respecto al significativo incremento del sector terciario -con sus formas de producir, con sus culturas específicas-, en detrimento del secundario, en las sociedades opulentas.

- No nos resistimos, por otra parte, a resituar como elemento de análisis explicativo de la situación de cambio actual lo que podríamos denominar la crisis de legitimación del Estado capitalista. La victoria en toda regla del neoliberalismo comporta que las clases dominantes ya no necesiten del mismo como garante frente al peligro rojo (externo, los países socialistas, hoy prácticamente desaparecidos, y sobre todo interno, una izquierda ahora en pleno desconcierto). Ello ha redundado en la crisis del pacto social keynesiano: el dogmatismo al uso hoy hegemónico exige que el Estado no interfiera, no en el mercado -como tanto repiten-, sino en la distribución de la renta; la cultura dominante entre el empresariado -que, además se ha visto potenciado en su imagen pública y en los valores sociales- es la de “no me exija usted (Estado) más aportaciones económicas, no se me meta en mis negocios, retírese de la economía (salvo si las cosas me van mal y me es menester ayuda)... porque ya no lo necesito sustancialmente como garante de la propiedad privada”. Ese discurso se enmascara, a nivel macro, con la argumentación de que es del todo necesaria la autonomía de la economía respecto a la política, exigiéndose -y lográndose en buena medida- la progresiva disminución del papel de intervención del Estado en dicha fundamental cuestión.

- Asimismo, cabe considerar el general incremento del nivel cultural-formativo de las nuevas generaciones (las del “baby boom”): en buena medida la crisis económica de los años setenta y la de empleo de los ochenta se abordó (al menos, en Europa) por esa vía, es decir, con un incremento de los esfuerzos dedicados a la formación, especialmente universitaria, como medida de achicar el colectivo de desempleados. Ello ha comportado un sensible incremento del nivel cultura de los jóvenes, con una mayor capacitación y también con otras necesidades vitales. Incremento que se ha visto conjugado con una progresiva potenciación, dentro del mercado laboral, del sector de white collar (tendencia ésta, a su vez interrelacionada con el estallido informático y la progresiva terciariación).

- Ostenta también virtualidad en nuestro análisis el impacto que al respecto ha tenido el ingreso en el mercado de trabajo de los nuevos colectivos, singularmente, las mujeres. Cierto: es un tópico recurrente, lo sabemos. Como también lo es el hecho de ese saludable fenómeno es relativamente independiente respecto al cambio del modelo productivo en curso (valga la ucronía: de no haberse producido éste, probablemente esa tendencia se habría mantenido: viene de más lejos y tiene otras causas). Mas resaltadas dichas obviedades aparece como manifiesto que esa progresiva mutación del alma del trabajador tipo comporta una modificación sensible de la configuración de aquello que ha sido denominado tradicionalmente como interés colectivo: aparece la diversidad (de aspiraciones, de valores). Y ello es también nuevo... y tiene, también, consecuencias vinculadas -como veremos- con nuestro análisis.

- Por último, incide en la cuestión lo que podríamos calificar como la crisis del pleno empleo keynesiano. El gran pacto social que da lugar al nacimiento del welfare se configura, como es sabido, a partir, de un lado, de moderación salarial por parte de los trabajadores; de otro, además de más contraprestaciones, por la garantía estatal de la estabilidad en la ocupación. La crisis de los setenta da al traste con dicho paradigma; y, cuando la misma empieza a superarse, han empezado a actuar algunas de las fuerzas centrípetas que acaban de analizarse: desplazamiento de un cierto tipo de producción hacia zonas semi-periféricas, impacto de las nuevas tecnologías en el empleo, etc., de tal manera que el principio de estabilidad en el empleo (singularmente en la experiencia española, como luego se verá) se ve, en la práctica, dinamitado.

Somos perfectamente conscientes de la simplificación extrema (y de algunos olvidos) del análisis de las causas del actual panorama que acaba de describirse: mas, en todo caso, con toda la obviedad que se quiera, esos elementos hermeneúticos aparecen como necesarias realidades para explicar de entrada el porqué ha cambiado el modelo productivo, dando paso a eso que hemos denominado como flexibilidad. Ocurre, a veces, que en determinados puntos históricos confluyen varias y concretas tendencias económicas o sociales hacia un objetivo común, sin obstaculizarse, antes al contrario, entre sí. Eso es lo que ha pasado en los últimos tiempos. De ahí está surgiendo una nueva manera de producir. Nueva forma de producir que mantiene, sin embargo, los rasgos esenciales de la anterior, esto es: la alienación en el trabajo, la jerarquía ademocrática, la expropiación de los saberes, la vieja división entre investigación y ejecución...

El impacto de esas realidades en la manera y forma de trabajar y vertebrar las empresas aparece fuera de toda duda. La nueva cultura productiva emergente se está implementando, en mayor o menor medida, en los centros de trabajo, reales o virtuales, afectando buena parte de las culturas tradicionales respecto al ejercicio del trabajo (también en las formas de pensar y en las necesidades de las gentes: a sus formas de comportamiento social). Todo ese proceso, aún incipiente, es, repetimos, lo que denominamos flexibilidad. Sabemos que no es una denominación excesivamente científica: pero mientras no exista un consenso social al respecto, démosla como válida.

Más allá de las consecuencias concretas que ese cambio está comportando -a las que a continuación nos referiremos- aparece como obvio el indudable impacto que sobre el modelo productivo está teniendo la conjugación de todos esos factores. Tanto es así que los profetas de la modernidad (los profesionales de eso que ahora se llama “think-tank”) auguran un futuro sin trabajo asalariado, con una miríada de micro-empresas de ciudadanos autónomos que trabajarían informáticamente desde su propio domicilio.

Como siempre, cuando se habla de futuro, los visionarios confunden la realidad con los sueños. Ciertamente el escenario que se define como inminente no deja de ser sugestivo y atrayente desde una perspectiva estrictamente dialéctica o ideologicista; pero la realidad - y eso que últimamente tanto se olvida: el sentido común- nos indican que el trabajo virtual (por llamarlo de alguna manera) se abre paso en nuestro mundo, pero que, pese a ello, no puede existir ninguna sociedad humana virtual por definición. Ese onírico panorama no resulta posible ni siquiera en las sociedades opulentas, informatizadas y terciarizadas; olvidan los nuevos gurús, un trascendente elemento de análisis: alguien tendrá que llevar a cabo, incluso en las nuevas metrópolis virtuales, los trabajos ordinarios de mantenimiento, reproducción de las fuerzas productivas y transporte de bienes producidos y de materias primas... y alguien tendrá que transformar éstas, en la medida en que dicha transformación no virtual no puede realizarse en toda su integridad en las colonias no informatizadas. La conocida huelga de la principal empresa del transporte en una sociedad tan Internet-dependiente como los Estados Unidos pone de manifiesto esta contradicción.

Ciertamente, la flexibilidad es un concepto difuso en la medida en que es, hoy por hoy, nuevo. Pero no se trata sólo de eso: la misma no responde a una sola lógica unidimensional, sino que tiene una naturaleza poliédrica: tanto en su realidad como su desarrollo. Los efectos de ese constante aguacero en la orografía de la antigua producción son diversos: ni llueve igual en todas partes, ni las consecuencias de esa lluvia son idénticas en todos los terrenos, dependiendo de la mayor o menor permeabilidad de éstos.

Las repercusiones prácticas del nuevo modelo productivo, sin embargo, sí resultan denotables en, al menos, cinco terrenos diferenciados, que constituyen, a nuestro juicio, los trazos configuradores de la flexibilidad en el marco del sistema de relaciones laborales; veamos cómo está impactando el nuevo modelo productivo en los ejes conformadores de la cultura fordista hasta ahora imperante:

Lo está haciendo en la relación entre producción y demanda en cuanto aquélla pasa, en el nuevo modelo y en concretas empresas y sectores, a estructurarse en función de ésta: nos hallamos ante el fin del modelo de producción tradicional relativamente independiente de la demanda. En el taylor-fordismo las empresas iban elaborando bienes sin una causalidad directa con los pedidos, acumulando en caso de caída de aquélla, los correspondiente stocks. Hoy, por el contrario, nos encontramos ante una absoluta vinculación de la producción con la demanda, sirviéndose los pedidos en forma inminente, con stocks cero o mínimos, en eso que se ha llamado "just in time". Es apreciable, pues, una absoluta dependencia respecto a la demanda externa, lo que conlleva una producción flexible en función de ésta. Contra lo que pudiera pensarse, no es éste un elemento de flexibilidad que afecte únicamente a los intereses empresariales y a su forma de organización: tiene, también, directas consecuencias en el ámbito de las relaciones laborales.

También está afectando a la organización tradicional de la empresa, al perderse la voluntad universalizadora del centro de trabajo que ha caracterizado el fordismo y el taylorismo. Bajo los mismos, la empresa tendía a ser un universo cerrado, en un espacio físico concreto, en que se realizaban el máximo de productos o servicios precisos dentro del proceso productivo. Hoy, por el contrario, es perfectamente sabido, la tónica general es la descentralización en la producción de materias y la prestación de servicios. La macro empresa piramidal y jerarquizada (desde un punto de vista interno organizativo) pasa a ser sustituida por la empresa red, constituida por un número creciente de micro empresas interrelacionadas e, incluso, a veces, sin relación entre sí. Por no hablar de que, en ocasiones, la propia prestación del servicio o determinados procesos productivos es trasladada al propio cliente. Esta última es una idea sobre la que hacemos un especial énfasis: volveremos sobre ella en páginas sucesivas.

Es verdad que, por el contrario, estamos asistiendo, desde hace bastante años, a progresivos procesos de fusión en el seno de las grandes empresas. Mas dicha tendencia no empece el análisis anterior: esa proceso de acumulación de capitales es paralelo -cuando no complementario- a la desvertebración de la tradicional estructura jurídica empresa: se halla, en realidad, más vinculada con la internacionalización de prácticas especulativas que con la propia realidad productiva.

La flexibilidad afecta también al concepto (ciertamente iuslaboralista) de empresario, de sujeto dador de trabajo. En íntima conexión con la mutación del concepto empresa que se acaba de analizar se está produciendo lo que podríamos calificar como una difuminación de la figura del empresario: se está pasando de un modelo en que ni todos los asalariados que realizan sus funciones en el espacio físico empresa son trabajadores de la misma, ni todos los que sí, en puridad jurídica, lo son realizan sus funciones en sus centros de trabajo. A la vez, el tradicional ejercicio de las competencias empresariales también se difumina, en la medida en que el poder decisorio se descentraliza, alcanzando con ello, incluso, al ámbito de actuación de los propios trabajadores. El modelo jerarquizado de competencias, pues, también ha entrado en crisis, al horizontalizarse el poder en la empresa; lo que, por cierto, no quiere decir que haya desaparecido la nota de dependencia propia de la relación contractual asalariada en el capitalismo (como también afirman otros modernos, que utilizan esa tendencia como justificación para poner en entredicho el sistema de equilibrios del Derecho del Trabajo): lo que está ocurriendo es que, utilizando la insultante metáfora del ingeniero Taylor, el gorila amaestrado sabe hacer más cosas y no depende tanto de su domador.

No son menores los efectos respecto a los medios de producción: Sin duda uno de los grandes motores de la crisis del antiguo modelo -ya lo hemos indicado- se halla en la innovación tecnológico-informática. El impacto de esos nuevos instrumentos en la producción ha demolido todas las inercias anteriores, todas las culturas laboriosas: ha mutado en gran medida el sistema de subordinación del trabajador a una determinada máquina o a una repetición constante e inmutable de procesos productivos y a una conocida reiteración de conocimientos profesionales, cuasi inamovible en el tiempo. La revolución tecnológica en curso no sólo significa un incremento y una variación constante de saberes laborales, sino que también exige una continua adaptación tanto de los asalariados como del propio empresario y del centro de trabajo. A diferencia del taylor-fordismo la revolución tecnológica parece no tener fin: cada innovación informática comporta potencialmente nuevos cambios. Y esa constante mutación se produce con una rapidez temporal hasta ahora desconocida. El impacto social de la informatización no se limita sólo a la forma de pensar de las gentes: se han dinamitado en gran medidas una multitud de conceptos hasta ahora inmutables, como la división social del trabajo, la estratificación entre el especio fábrica y la vida privada del trabajador, etc.

Por último, el propio contenido de la prestación laboral también se ha visto afectado: Es ésta probablemente la cuestión sobre la que más se ha reflexionado en función de que es la faceta de la flexibilidad más relacionada con los intereses directos de asalariados, empresarios y agentes sociales en el día a día de las relaciones laborales. Así, en este terreno, el cambio en curso se ha implementado también al propio contenido del contrato de trabajo, de tal modo que el mismo ha pasado de ser cerrado a ser abierto; nos explicaremos: se evoluciona, en líneas generales, de un sistema en el que las cláusulas que conformaban las obligaciones de los asalariados eran relativamente estancas en el tiempo, con voluntad de permanencia, a otro mucho más dinámico, en constante modificación. Hemos pasado, pues -permítasenos el símil-, de un sistema “fotográfico” o de “imagen fija” a otro “cinematográfico”, en constante dinamismo. El standard fordista del trabajador que inicia su vida profesional como aprendiz en una empresa con un determinado horario o turno (que mantiene, prácticamente invariables, a lo largo de su vida profesional) y acaba su carrera laboral como oficial especializado en el mismo oficio (sobre la base del incremento del conocimiento práctico que significa la constante repetición de determinados movimientos o concretos conocimientos de una concreta tecnología) está siendo enterrado a marchas forzadas por los nuevos métodos y formas de producción.

Estos son, a nuestro juicio, los ejes conformadores esenciales de la nueva realidad productiva: las consecuencias en el sistema productivo del encadenamiento de aquellos fenómenos sociales y económicos de los últimos veinte años a los que nos hemos referido. Por supuesto, también es ésta una reflexión que hemos repetido hasta la saciedad en anteriores reflexiones, que no en todas las realidades aparecen esos cinco trazos; al contrario, son denotables en la práctica una multiplicidad de centros de trabajo en que ninguna de dichas características resulta apreciable (a lo que cabe añadir el hecho de que emerge el taylorismo en sectores en que tradicionalmente no se daba), junto a otros en que esa situación, en cualquiera de sus aspectos, es meramente incipiente. Más lo reiteramos: ese escenario, el de la diversidad de culturas contractuales, es también nuevo.



¿Es nociva para los trabajadores la flexibilidad?

Si nos instalamos en la lógica de aquellos viejos saberes que han ido conformando el sindicalismo y la cultura colectiva de los asalariados en los últimos cinco decenios la pregunta aquí formulada debe tener, sin lugar a dudas, una respuesta positiva: todas las conquistas de tan luengo período, todas las culturas conformadas por generaciones de luchadores, todas las certezas alcanzadas en el debate colectivo, todas las legitimaciones, se están yendo en forma vertiginosa al pairo. Es lógico, pues, nuestro desconcierto y nuestra inicial animadversión ante los nuevos fenómenos.

Es fácil instalarse en dicha dinámica: considerar que lo nuevo es nefasto para nuestros intereses, seguir en nuestros atavismos... Sin duda, eso es lo que nos pide el cuerpo. Sin embargo, es ésa una lógica, la historia nos lo enseña, condenada al más absoluto de los fracasos. Instalarnos en ese paradigma significa, paradójicamente, hacernos valedores del taylor-fordismo, ante la nueva realidad. ¿Y bien?: ¿era ése nuestro modelo productivo?. Ciertamente, no. Ya lo hemos dicho: jamás hemos discutido las formas de producir, jamás hemos tenido un modelo productivo propio. Otra cosa es que, después de mucho tiempo, aprendiéramos las reglas del juego, y que además en el seno del mismo hubiéramos encontrado concretos márgenes de poder. Mas lo reiteramos: ése no era -tampoco- nuestro modelo productivo.

El parangón hecho en párrafos anteriores entre la actual transformación productiva y la revolución industrial resulta aquí recurrente. Ciertamente es fácil glorificar la edad de oro del fordismo -como hicieron nuestros ancestros respecto al manufacturismo- e, incluso, cabal plantearnos nuevas prácticas ciber-ludditas. Mas repetimos -precisamente porque tenemos precedentes históricos- esa opción está condenada al fracaso. No se trata más que de prácticas específicas en determinados conflictos puntuales, sin futuro.

Permítasenos la simpleza: desde el punto de vista de los intereses de clase tan malo es el fordismo como la flexibilidad; no se trata, en el fondo, más que de sistemas de explotación y alienación.

Hagamos una valoración descriptiva de la flexibilidad: del impacto que el nuevo sistema productivo está teniendo en el tradicional marco regulador de las relaciones laborales -que antes hemos apuntado- puede desprenderse la existencia de consecuencias claramente negativas para los asalariados (al menos, desde lo que hemos denominado cultura fordista); y también lo contrario: elementos configuradores que resultan positivos en comparación con lo anterior. Y no se trata aquí, en ningún caso, de contrapesar ambos resultados contradictorios para ver de que lado se decanta el fiel de la balanza. La realidad es más simple: nos hallamos ante un nuevo capítulo en la historia del sistema productivo bajo el capitalismo, por tanto hay que volver a repensar la lucha por la igualdad (elemento motor del sindicalismo como sujeto alternativo) sobre la base de esa nueva realidad.

Es por ello que, como hemos afirmado en otros trabajos, la flexibilidad resulta para el movimiento obrero organizado y para los propios trabajadores un concepto neutro: ni bueno, ni malo. Ni es nuestro sistema productivo -como tampoco lo era el taylor-fordismo-, ni se halla más o menos alejado de nuestro desiderátum productivo: simplemente, ese imaginario propio no existe. Nunca ha existido.

Es verdad que repensar los viejos instrumentos tuitivos -que tanto han costado alcanzar- es una tarea ímproba: se trata, ni más ni menos, que de desprenderse de viejos amigos (a los que tantos favores debemos) y empezar a caminar por senderos aún no abiertos y hacia destinos ignotos. Mas, si queremos preservar el sindicalismo (preservar en el sentido de renovar y adecuar a lo nuevo) y la vieja idea emancipadora de la que somos depositarios no nos queda más opción que esa.

Cuestión, por supuesto, distinta es que, ante nuestra confusión por el fin de los tradicionales axiomas, el discurso hegemónico ante el cambio productivo sea el de quien está al mando del timón, como antes se apuntaba, o de los que objetivamente están sacando rendimiento de esa situación: en definitiva, la derecha social y el empresariado. Esa interesada lectura de lo nuevo pretende no sólo discutir las conquistas sociales logradas en el presente siglo, sino algo más: la vuelta al individualismo descarnado, la rediscusión del discurso igualitario, el sometimiento de toda la sociedad (de la polis) a la economía (entendida, en su lógica, como el simple afán de lucro), en definitiva, la vuelta a la ley de la jungla, a la ley del más fuerte: el fin del pacto social keynesiano. Se trata, pues, desde esas posturas, de volver a discutir en el nuevo panorama los acuerdos implícitos de distribución de la renta consagrados en el welfare. No es ése un fenómeno nuevo: cualquier cambio productivo (lo hemos visto: (¡ya nos lo enseñaban nuestros clásicos!) en el sistema capitalista tiene como objetivo, no oculto, obtener mayor ganancia; y ese incremento de la ganancia sólo es posible despojando a otros (los trabajadores y las clases dependientes) de sus niveles de bienestar.

Eso es (el darvinismo social), precisamente, lo que anhelan nuestros adversarios en los actuales momentos, máxime en momentos de derrota de la izquierda?. ¿Qué pretendían los industriales que introdujeron las máquinas de vapor?: ¿el desarrollo de nuevas fuerzas productivas o un incremento de su tasa de ganancia?. Y, a la vez, ¿no surgió de la aglomeración fabril post-manufacturista el sindicalismo como sujeto alternativo, lo que el joven Engels denominó como núcleo del movimiento laborista?

Mas nótese que una cosa es esa propensión innata de la derecha social hacia el egoísmo y otra que la nueva cultura de la flexibilidad sea perniciosa per se. Como hemos indicado en múltiples ocasiones, las izquierdas, sociales y políticas, deben crear su propia cultura en torno a la producción de bienes y servicios, en torno a la flexibilidad, de un lado, y, de otra parte, mientras tanto, disputar el concepto que tienen nuestras contrapartes de la flexibilidad, entendida como desregulación y siempre como desprotección de derechos e instrumentos. Y ello nos lleva a una reflexión de mayor calado: cuanto más tarde la izquierda, cuanto más tarde el sindicalismo, en intervenir el nuevo panorama social y productivo en el sentido de proponer un concreto discurso emancipador en el trabajo, más nos costará luego volver a discutir la lógica hegemónica actual. En definitiva, volver a relegitimarnos.

Cierto: para el triunfante liberalismo, la flexibilidad es sinónimo de desregulación de las políticas intervencionistas fordistas, en definitiva, el “sálvese quien pueda”. Pero obsérvese como ello es un claro dogmatismo: la flexibilidad, per se, no es más que un nuevo modelo productivo, creado, eso sí, por las propias necesidades e inercias del capitalismo.

El interés de nuestros adversarios es confundir socialmente flexibilidad con deterioro, es decir, ganar legitimidades sociales para un discurso que es tan dogmático como falso: que los nuevos sistemas productivos deben comportar el empeoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría de la población y el enriquecimiento de una minoría; en ese sentido hablamos de la confusión interesada entre flexibilidad y deterioro.

Una cosa es hablar de los cambios ciertos palpables en el terreno productivo (y, lo repetimos por enésima ocasión, en las formas de entender las cosas de los ciudadanos, en nuestros axiomas); otro, muy distinto, que ello lleve implícito una pérdida de derechos de la mayoría. Lo que en realidad quieren es la precarización y, por tanto, la instauración de prácticas empresariales tendentes a reducir el marco de derechos de los trabajadores. Se trata, pues, de rebajar salarios y beneficios no salariales, empeoramiento de las condiciones de trabajo, incremento de la jornada ordinaria, mayor dificultad de los trabajadores para defender sus derechos e incremento generalizado de los ámbitos decisorios del empleador. En definitiva, de propiciar una redistribución más desigual de la riqueza, incrementado los niveles de renta de los empresarios. Este sí es, sin duda, desde la perspectiva de nuestro análisis, un elemento negativo para las relaciones laborales. Mas lo reiteramos: la flexibilidad (como en su día ocurrió con el taylor-fordismo) no tiene porqué comportar dichos efectos; lo hará, únicamente, en la medida en que la izquierda y el sindicalismo no sepa estar a la altura de las circunstancias.

Nótese que una cosa es que, en el actual cuadro de nuestro desconcierto, prosperen las actitudes precarizantes como fruto del diseño hegemónico del incipiente modelo productivo, y otra cosa - muy distinta, ciertamente- es que dicho modelo productivo tenga que comportar necesariamente esas concretas prácticas. El problema, lo reiteramos por enésima ocasión, es la falta de readeucación de instrumentos igualitarios entre los sujetos contractuales y la escasa reflexión colectiva sobre nuevas armas con este objetivo ante los actuales retos. En definitiva, la construcción de un discurso nuevo de la izquierda social, ante el de nuestros contrarios, adaptado a lo nuevo.

Las consecuencias de esa falta de adaptación a los nuevos sistemas productivos de la izquierda social son perfectamente imaginables: en ningún caso son positivas para nuestros intereses.


¿Cómo afecta la flexibilidad al sindicalismo?

Sería un infantilismo considerar que una transformación de tanta envergadura del mundo de la producción y de las relaciones laborales no afecta al sindicato. La realidad, el día a día, nos demuestra como todos los cambios analizados tienen, cada vez más, un real impacto en la organización y la acción sindical. Tanto es así que se ha convertido ya en un tópico recurrente afirmar que el sindicalismo (como su tradicional pareja de baile, el Derecho del Trabajo) está en crisis. Mas, en todo caso, ese lugar común debe matizarse desde nuestro punto de vista: lo que está en crisis es el modelo de sindicalismo fordista, el que se ha ido conformando a lo largo del período de hegemonía del welfare keynesiano.

En efecto, en tan luengo período (en definitiva, el transcurrido desde el momento de constitucionalización del sindicato hasta nuestros días) el sindicato se ha ido conformando como algo más que la tradicional unión (ese término tan expresivo de los anglosajones) de trabajadores, entendido ello como mecanismo de suma y plasmación del conflicto, a fin y efecto de lograr mecanismos igualitarios frente a los empresarios. Bajo el welfare, el sindicato ha sido (además de) mucho más que ello. El sindicalismo, en definitiva, se ha constituido en el paradigma taylor-fordista como una figura de múltiples facetas. Veamos cada una de ellas (desde el prisma tradicional) y las repercusiones que en las mismas tienen los nuevos fenómenos productivos.

Así, en primer lugar, el sindicalismo ha continuado obedeciendo a aquello que podríamos denominar sus antecedentes más ancestrales, en definitiva, la conformación del interés colectivo de los trabajadores (la unión), es decir, la suma de voluntades e intereses individuales a fin de conformar un colectivo, como sistema igualitario frente al empresario (y, bajo el fordismo, también al Estado).

Esa noción de interés colectivo no deja, sin embargo, de tener mucho de nebulosa. Se ha basado, en general, en la consideración de la existencia de un colectivo, los asalariados, más o menos homogéneo, con intereses más o menos concurrentes, de tal manera que el interés de la mayoría (cierto, de una mayoría calificada: la correspondiente al patrón del trabajador tipo, es decir, varón, maduro, casado, con empleo estable, oficio en el sector industrial, etc.) se convertía en el interés colectivo. Para el sindicalismo fordista, pues, aquellos intereses plurales (y también colectivos: los de las minorías) que aspiraran a cosas distintas a los generales no existían o eran minimizados; y cualquier expresión del conflicto que expresara esos concretos intereses -alejados de los de la mayoría- eran claramente estigmatizados, al no coincidir con las pretensiones confederales o de clase (en el lenguaje sindical). Es ésa una realidad aún visible hoy.

Nótese (nada descubrimos con dicha afirmación) como ese proceso de determinación del punto de encuentro colectivo de las conveniencias individuales obedecía, en definitiva, a una matriz taylor-fordista. No únicamente era el modus operandi del sindicato (y no sólo eso, se trataba de algo más, en definitiva, la forma de pensar y actuar del sindicalismo ante una realidad que obedecía a parámetros similares): ese paradigma se convertía en la lógica concurrente de la sociedad keynesiana; convenía también al empresario (como contraparte negocial que pretende tener un único interlocutor) y al Estado (también como contraparte y como mecanismo de homogeneización del colectivo asalariado).

Ese modelo, en definitiva, comporta una estructuración centralizante del sindicato y una estructuración del mismo en clave claramente piramidal, pues los intereses defendidos deben ser únicos frente a las posiciones, también únicas, de la empresa, de la patronal y del Estado. La heterodoxia es aceptada únicamente en determinadas ceremonias o en concretos momentos de la vida sindical, mas como elementos de legitimación del discurso mayoritario que como otra cosa.

Que nadie interprete las anteriores líneas desde una acepción partidista en un momento histórico: esa lógica ha estado imbricada en el alma del sindicalismo fordista durante muchos decenios... en todas sus almas. De tal manera que, cuando con el tiempo una minoría se ha constituido en mayoría ha actuado de igual forma.

La mentada tendencia es claramente apreciable en la propia evolución de la organización interna de los sindicatos (al menos, los continentales, no así en los modelos anglosajones): la superación del sindicalismo de oficios (horizontal, en el sentido de abarcar en el seno de cada organización las afinidades específicas en función de la profesión) para posteriormente, en la medida en que el taylorismo se va implementando, las empresas se concentran y se jerarquizan, pasar a una estructura vertical, las federaciones de industria. Este modelo, repetimos, es el propio del fordismo.

Resultan sintomáticas, en este sentido, las palabras de un sindicalista cenetista (de inspiración marxista), Eleuterio Quintanilla, en el Congreso de la Comedia, en diciembre de 1918, inmediatamente después de la huelga de “La Canadenca”, tras el histórico congreso de Sants. En éste se habían centrado ya las bases para una estructuración de la CNT en sindicatos de industria, y no de oficio como hasta entonces, mas no se había dado el paso para la articulación de las Federaciones de Industria. Quintanilla propugna este último sistema (resultando, por cierto, a la postre derrotadas sus posiciones en aquellos momentos): “En todos y cada uno de los ramos de trabajo se operan de continuo transmutaciones decisivas en vistas del objetivo final que las distingue respectivamente. El movimiento obrero sigue como la sombra al cuerpo, a través de la historia, estos cambios de los modos de producción. El medio económico aparece así determinando inflexiblemente las características de la organización proletaria”. Algo similar debía pensar en aquellos momentos Joan Peiró.

La estructuración vertical y piramidal del sindicato, pues, no es un hecho autista: obedece a una determinada forma de producir, a unos concretos valores sociales, a un medio económico, como apuntaba el amigo Quintanilla.

A todo ello debe añadírsele una consideración que no queremos olvidar aquí: las propias singularidades del sindicalismo en los países del sur de Europa. En los mismos, como se conoce, no existe una única estructura sindical, sino una pluralidad de organizaciones, en parte por motivos históricos, en parte por aspectos de vinculación política: cada una de ellas conforma lo que se conoce como un modelo sindical, una forma de entender y practicar el sindicalismo en buena medida coincidente, más con criterios de conformación del interés colectivo diferenciados. Por su propia inercia ese sistema sindical tiende a ser más centralizante, no operando aquí la confederalidad -bien entendida- propia de las experiencias septentrionales, cuya jerarquización es más horizontal. Quizás la experiencia del catolicismo -a diferencia del protestantismo- inspire dicho modelo.

Pero volvamos al hilo argumental central: el panorama unitarista de la conformación del interés colectivo, en todos los ordenamientos, empezó a quebrarse en los años setenta con la conocida aparición de movimientos sindicales periféricos, singularmente los protagonizados por las franjas de trabajadores que prestan sus servicios en sectores estratégicos. Esas minorías, conscientes de su fuerza negocial propia, hicieron (hacen) valer en muchos casos su poder para imponer sus concretos y específicos intereses, al margen de los colectivos (es decir, los de la mayoría), sin que, por su parte, el sindicalismo fordista tuviera mecanismos de re-estructuración del debate. Entre otras cosas porque no podía: ese fenómeno escapaba de la propia ontología -fordista- del sindicalismo.

Las nuevas tendencias sociales y productivas que ya hemos indicado han profundizado la crisis del modelo, hasta ahora imperante, de determinación del interés colectivo del sindicato y, en consecuencia, de su organización.

Sin duda, la mayoría sigue siendo, hoy por hoy, la misma, es decir, aquello que antes hemos caracterizado como trabajador-tipo. Lo que ocurre -como es perfectamente conocido- es que esa mayoría es cada vez menos mayoría. Los cambios en curso han afectado a la composición del núcleo esencial del colectivo asalariado, de tal manera que puede hablarse de una auténtica disgregación del mismo, con la consiguiente resituación de intereses. Aparecen, así, amplias franjas de trabajadores con singularidades (con intereses, con culturas) propios: mujeres, trabajadores jóvenes, inmigrantes, etc., cuyos valores frente al trabajo no son ya idénticos a los de generaciones anteriores, tradicionales. La terciarización y el incremento de los white collars no son, tampoco, fenómenos ajenos a dicha tendencia. Como tampoco lo es el hecho de la mayor formación de los trabajadores jóvenes, por las razones ya explicadas. Por otra parte, en la medida en que los nuevos fenómenos productivos conviven con el taylor-fordismo (como lo seguirán haciendo, tal y como se ha indicado, durante mucho tiempo) están apareciendo dos colectivos de asalariados (con intereses diversos): los flexibles (en crecimiento) y los fordistas (en declive). A la vez, y como quiera que la flexibilidad es, por definición, diversa y halla su epicentro en el propio centro de trabajo, incluso dentro de los trabajadores flexibles es apreciable la existencia de intereses también diversos. Ello comporta, en alguna medida, el fin de lo que podríamos denominar como práctica única del sindicato: la creencia de que pueden defenderse las mismas cosas en todos los ámbitos, independientemente del tipo de empresa o sector en que se produzca del debate sindical.

Práctica única que, en buena medida, sigue siendo el de la cada vez más exigua mayoría, lo que entra en clara contradicción con los otros intereses en juego: un claro ejemplo de ese fenómeno lo hallaremos en el famoso debate de las dobles escalas salariales en función de la fecha de ingreso de los trabajadores y la pérdida de legitimación del sindicato respecto a los colectivos desfavorecidos que, en general, esa práctica comporta. Obsérvese cual es la filosofía de fondo de esas realidades: el sindicalismo acepta (muchas veces acríticamente) la necesidad de reducir costos salariales, más esa subindiciación se reserva sólo para los nuevos -los jóvenes-, no así para los antiguos -los trabajadores tipos- que restan, generalmente, inmunes a la nueva situación.

La noción conformadora del interés colectivo tradicional, pues, está en profunda mutación, en la medida en que el colectivo asalariado se disgrega, por motivos sociales o productivos. Ello comporta que ese elemento definidor del sindicalismo se encuentre en crisis, en función de la nueva situación, lo que conlleva, a su vez, idénticas vicisitudes respecto al modelo de organización del mismo y a la voluntad unificadora de su discurso.

Como singularidad del keynesianismo es apreciable que una de las acepciones más recurrentes de qué es el sindicalismo es aquello que podríamos definir como su papel de representación de los trabajadores frente al Estado. El modelo sindical taylor-fordista se caracterizaba, en efecto, por una lógica neo-corporativa que atendía a un claro intercambio: moderación salarial y paz social por pleno empleo, cobertura social y participación en la productividad. El Estado del welfare, necesitaba, pues, sindicatos fuertes y altamente centralizados, para poder conseguir dichos fines. Hallaremos ejemplos de ello en toda Europa occidental o en el caso español en el propio contenido de la LET o el proceso de concertación de principios de los ochenta. En los últimos cincuenta años, pues, el sindicato no se ha legitimado sólo respecto a sus propios componedores -los trabajadores- y respecto a su contraparte -los empresarios-: los procesos de constitucionalización de aquél han comportado, en función de la dinámica indicada, su legitimación ante el Estado. Era ésa una lógica ciertamente cómoda para el sindicato: en la medida en que el Estado intervenía sensiblemente en la economía, el mismo se convertía, también, en contraparte de aquél, permitiéndole ganar ámbitos de poder.

La actual crisis del pacto social del que surgió el Estado keynesiano, que ya hemos caracterizado, comporta también el fin de ese paradigma. A la vez, incide en ello lo que podríamos denominar como proceso de difuminación del Estado que estamos viviendo; difuminación en base a los procesos de globalización de la economía y a la progresiva puesta en duda de la legitimación del poder público en el terreno económico en el discurso dominante. Por supuesto que, con dicha afirmación, no estamos abogando por esas conocidas posiciones propias del neoliberalismo que teorizan el fin del Estado y su marco de intervención en la economía. Ya hemos criticado con anterioridad esos postulados y volveremos más adelante sobre ello. Mas, en todo caso, resulta obvio que en el mundo actual -con todas las críticas que se quiera- el terreno de decisión de lo político en lo económico se halla en franco retroceso, respecto al modelo anterior, por tanto se limita la capacidad de intervención del Estado en el dicho marco, con las obvias repercusiones que ello tiene para el sistema de relaciones laborales. Es verdad: eso tiene poco que ver con la flexibilidad, entendida en el sentido de su implicación en el proceso productivo; en realidad forma parte del proceso de implantación de un modelo económico especulativo.

La acepción del sindicalismo como instrumento de negociación frente al Estado (la neo-concertación), pues, también ha entrado en crisis en el nuevo panorama: lo ha hecho al ponerse en entredicho el papel del Estado en el pacto social keynesiano por el discurso hegemónico, por la propia difuminación de éste ante las nuevas realidades económico-sociales y porque su papel tradicional de intervención en el marco de las relaciones laborales es difícilmente insertable en las nuevas realidades productivas.

Otro de los aspectos que caracterizan tradicionalmente al sindicalismo es el de ser un sujeto de negociación colectiva frente a los empresarios. Es ése otro de los elementos definidores, desde siempre, por antonomasia, de las organizaciones de trabajadores.

Bajo el fordismo el modelo de negociación colectiva, intrínseco al propio sistema, podía ser definido, también aquí y por las razones más arriba aducidas, como centralizante. A diferencia de las épocas prefordistas, en que dicha determinación colectiva de las condiciones de trabajo tenía un ámbito esencialmente de empresa, en el sistema productivo hasta ahora hegemónico se privilegia -y en toda Europa, incluido España así continua- la sectorialización de la misma. Por su parte, los contenidos de dicha negociación tienen una clara voluntad de pervivencia en el tiempo, situándose en un claro intercambio: productividad por salario (y, evidentemente, la jornada como componente compositivo de éste último). Asimismo, se tiende a la universalización de un único modelo de negociación, de carácter ecuménico, aplicable a todos los sectores y empresas.

La flexibilidad en boga, lógicamente, también rompe toda esa cultura negociadora conformada con el tiempo. El modelo, hasta ahora imperante en la medida en que tiende hacia su consolidación estática, no se corresponde con una realidad en profunda mutación y de naturaleza diversa. Dicha quiebra afecta también a los ámbitos negociales, en la medida en que la flexibilidad, como se ha indicado, tiene su sede privilegiada en el centro de trabajo y -a la práctica nos remitimos- resulta difícil su concreción -al menos con la lógica hasta ahora imperante- en los sectores. Asimismo, se mutan los contenidos: el intercambio -el fiel de la balanza- se está situando hoy ya más en el binomio flexibilidad a cambio de empleo, en función del impacto de los fenómenos sociales más arriba indicados. No se corresponde, tampoco el modelo de negociación colectiva única desde arriba, fuertemente centralizado.

La flexibilidad afecta, en consecuencia, al sindicato como agente principal de la negociación colectiva. Y lo hace en varias formas. En primer lugar en el hecho de que el sindicato de matriz fordista (en su estructura) tiende a situarse fuera de la empresa y, lógicamente, ello comporta también una vertebración del sistema colectivo de determinación de las condiciones de trabajo en ámbitos superiores al centro de trabajo (sectorizalización). Mas ocurre que en la medida en que la flexibilidad tiene, por definición un ámbito empresarial, aquel modelo de negociación también entra en crisis, afectando al propio sindicato en su calidad de agente privilegiado en dicho proceso (respecto a su capacidad de representar los intereses que le son propios). En tanto en cuanto el convenio colectivo, en su configuración tradicional, pierde legitimación como instrumento de determinación de las condiciones de trabajo, también las pierde el sindicato.

Hallaremos aquí, de nuevo, una clara muestra de ese confusionismo interesado entre flexibilidad y precarización por parte de la derecha social al que antes hacíamos referencia. En efecto, en toda Europa todas las patronales reclaman con cierta vehemencia lo que se califica como descentralización de la negociación colectiva, pretendiendo romper los marcos negociales amplios vigentes para pasar a su disgregación o, simplemente, a su desaparición para ser sustituidos por la autonomía individual. Nótese como esas posiciones parten de un hecho cierto: la pérdida de eficacia real de la sectorialización convencional, para llegar a condiciones interesadas, es decir, la pérdida de tutela de los trabajadores y un incremento de sus capacidades decisorias. El diagnóstico puede ser correcto, pero el tratamiento no deja de ser profundamente equivocado (al menos, por lo que hace a nuestras posiciones).

Mas hemos indicado que la crisis del modelo fordista de negociación colectiva afectaba al sindicalismo en varios frentes. En efecto, y al margen del reseñado, nos atrevemos a señalar otro: bajo el fordismo -a diferencia de otras formas de producir anteriores- la negociación colectiva se ha convertido también en un mecanismo de homogeneización de las relaciones laborales en la medida en que el sindicato-estructura, fuera de la empresa, pretendía gobernar las relaciones laborales a través de dicho instrumento de la autonomía colectiva. Ello ha comportado que la aspiración del sindicalismo fordista sea la articulación de una práctica única en todos los ámbitos sectoriales y la pretensión de un modelo también único para todos ellos. Está de más constatar que la diversidad y la dinamicidad que caracterizan a la flexibilizan dinamitan también esos viejos afanes de la organización fordista de las relaciones laborales.

En la enumeración que estamos haciendo de los variados papeles que bajo el anterior sistema productivo ha jugado el sindicato no podemos olvidar su capacidad de intermediación en el conflicto social. En efecto, bajo el fordismo, el sindicato ha dejado de ser el motor el conflicto para pasar a un constituir un instrumento de intervención en el mismo con fines compositivos. Perdónesenos la grosería: la huelga, por ejemplo, deja de ser un fin en si misma para convertirse en un instrumento de exteriorización del conflicto, con el claro objetivo de lograr, luego, un acuerdo. Ello era perfectamente lógico con el status reservado en el pacto social welfariano para el sindicalismo, y que ya más arriba hemos apuntado.

El mentado pacto social, en efecto, se basaba en la paz social por parte de los trabajadores a cambio del reconocimiento de unas ciertas tutelas garantistas y una más o menos tupida red de prestaciones sociales, con el Estado como garante. Por supuesto -como algunas afirmaciones interesadas- que esa lógica no significaba el fin del conflicto social: éste seguía -y sigue, y seguirá- existiendo, en tanto en cuanto tiene su sede en la propia esencia del sistema capitalista (y de cualquier otro sistema: se trata de eso que, al menos antes, se conocía como lucha de clases); la cuestión era otra: la superación de lo que podríamos denominar como cultura del conflicto prekeynesiana: es decir, la glorificación del mismo para acabar, en definitiva, con la clase contraria. Esa lógica es superada en el taylor-fordismo, en la medida en que el conflicto es aceptado como algo inherente al sistema -se constitucionaliza- y se establecen los sistemas compositivos para evitarlo.

Como quiera que ese pacto social está siendo puesto en entredicho por la derecha social en su discurso neo-liberal nos hallamos ante una evidente paradoja: los elementos positivos para los trabajadores del mismo son cuestionados (y en la práctica, limitados), mientras que las contraprestaciones (nuestras obligaciones) que en su día suscribimos siguen vigentes (no sólo por nuestra bona fides, sino también porque el sistema jurídico imperante las impone coercitivamente), de tal manera que aquel viejo contrato, en dichos nuevos términos, corre el riesgo en un futuro inmediato de volverse leonino para nuestros intereses. En la medida en que la izquierda y el sindicalismo no acaban de asumir el nuevo panorama, siguen transidos en el desconcierto de los viejos axiomas y no se reconstruye un discurso alternativo, esa posibilidad cobra cada día más fuerza. Y, en definitiva, se nos queda una cierta cara de tontos: no nos atrevemos a romper aquel viejo compromiso en aplicación de principio jurídico rebus sic stantibus, entre otras cosas porque no parece que el retorno a las condiciones anteriores -a la cultura del conflicto- tenga un excesivo futuro, al menos en las sociedades opulentas. Lo que, por cierto, no comporta que determinados sectores minoritarios no hayan calado esa idea: cierto, una parte de la izquierda social jamás aceptó esa lógica (ni bajo el más puro fordismo), mas ese discurso heterodoxo era fácilmente rebatible con las ganancias obtenidas... ganancias hoy puestas en entredicho.

Mas no se trata sólo de las cláusulas generales de ese contrato... la nueva situación también está afectando a la letra menuda y su régimen de garantías. Así, la crisis del Estado y sus instituciones afecta a su papel de intervención en el conflicto, en la medida en que la misma está diseñada -aún hoy- en clave fordista. La discreta retirada del poder público del marco de relaciones laborales tiene, también aquí, indudables efectos, al desaparecer parte de la red de seguridad con que antes se saltaba al vacío... sin que hayan desaparecidos, en paralelo, los sistemas coercitivos.

A ello cabe sumar los indudables efectos que sobre la forma tradicional de ejercicio del conflicto están teniendo las nuevas formas productivas. La desvertebración de la empresa fordista (su horizontalización) y el impacto de las nuevas tecnologías en la producción, así como la traslación de determinados niveles de producción a los propios consumidores están comportando que, en concretos casos, instituciones como la huelga, por ejemplo, pierdan gran parte de su eficacia como mecanismos de presión y externalización del conflicto, al no afectarse sustancialmente al servicio. Es ésa una cuestión sobre la que hemos reflexionado en otras ocasiones y no insistiremos en ello.

Por último, bajo el fordismo el sindicalismo ha sido también un sujeto de participación en la empresa, singularmente en el modelo de relaciones laborales continental, pues, por motivos históricos, tras la Segunda Guerra Mundial (y, siempre, con el referente de Weimar) se establecen mecanismos de intervención del aquél en los procesos de toma de decisiones empresariales. Ello, si bien, se mira es perfectamente coherente con el taylor-fordismo: se intenta aislar en la medida de lo posible, así, el centro de trabajo del conflicto social, singularizándolo (desactivándolo, también) en dicho ámbito. Se supera, en consecuencia, la lógica anterior -clase contra clase- a cambio de un cierto nivel de colaboración de los trabajadores en la empresa.

Ciertamente en los distintos ordenamientos europeos dicha participación alcanza niveles e intensidades muy distintos: desde la mera comunicación formal hasta los impropiamente denominados sistemas de cogestión septentrionales (también, es conocido, son divergentes los diversos posicionamientos sindicales ante dicha cuestión). En general, y como es sabido, esos sistemas se articulan a través de mecanismos para-sindicales: en la mayoría de ordenamientos quien tiene esas competencias participativas no es el propio sindicato (mas no siempre, como el derecho comparado nos demuestra), sino organismos unitarios de representación de todos los trabajadores, eso sí, con fuerte control sindical.

Obsérvese, sin embargo, que en buena medida esos niveles de participación -de colaboración, si se prefiere- no suelen afectar a lo que podríamos calificar como el núcleo duro de las competencias del empresario relativas a la producción, es decir, sus atribuciones de organización del trabajo. En otras palabras, la acción sindical es ajena, en buena medida, a qué se produce y cómo se produce: difícilmente ahí -repetimos, salvo excepciones puntuales- se articulan mecanismos de participación.

Ese panorama es perfectamente coherente con el pacto social implícito del taylor-fordismo que, simplificando, podría resumirse en el hecho de que se pueden negociar las rentas dimanantes del trabajo y su distribución, pero no la organización del sistema productivo. Basta dar una ligera ojeada a los contenidos de los distintos convenios colectivos respecto a dicha para demostrar la afirmación anterior.

Y, sin embargo, la flexibilidad se caracteriza, entre otras cuestiones ya analizadas, porque incrementa los niveles de participación de los trabajadores en las formas de producir. A diferencia del modelo productivo anterior en que el asalariado es un mero apéndice ejecutivo de una máquina, en una cadena, en una empresa piramidal (el gorila amaestrado, de nuevo), la flexibilidad, en la medida en que se descentralizan la toma de decisiones y que los nuevos sistemas productivos dotan de más capacidades decisorias a los productores, comporta una resituación, sin duda en clave positiva, de los instrumentos de participación. En buena medida la información productiva se invierte: ya no va tanto de abajo a arriba, sino que sigue un sentido inverso (esa afirmación es un simplismo: lo sabemos, mas no deja de ser útil desde un punto de vista expositivo). Como acertadamente señala Trentin, si por algo se caracterizan las actuales transformaciones del trabajo es porque están afectando sustancialmente a la socialización del saber y al poder de decisión
[4].

Cualquier manual aséptico (supuestamente aséptico, por supuesto) sobre la nueva organización de trabajo contiene indefectiblemente un capítulo sobre participación: ello es inevitable en tanto en cuanto la propia flexibilidad comporta la mentada tendencia por definición, en la medida en que esta significa mayor creatividad en la producción. Resulta paradigmático, sin embargo, que la actual lectura hegemónica de los nuevos sistemas productivos intente soslayar, en la práctica, dicha inclinación. Los empresarios, la derecha social, pretenden, pues, en alto grado, hacer suyos los elementos más negativos del cambio productivo -la precariedad- y remolonean la aplicación de los más positivos: es ésa, ya lo hemos dicho con énfasis en varias ocasiones, su lectura de la flexibilidad. Es clarificador, en ese sentido, el intento de individualizar (o, con mayor sentido, eliminar el componente colectivo de) dicha participación -inherente al sistema- en variados convenios.

Ante esa ofensiva de nuestra contraparte para intentar negar una participación en la propia producción de los trabajadores, de sentido colectivo, el sindicato responde con el silencio. Silencio debido, en buena medida al estupor por el cambio emergente. En la medida en que los nuevos fenómenos productivos siguen siendo percibidos como imposiciones de nuestra contraparte (y seguimos atrincherados en los viejos saberes, en nuestra vieja organización, observando aquellos como auténticos intrusos que intentan fagocitar nuestros derechos) no somos capaces de resituar los instrumentos tuitivos en el nuevo panorama y desaprovechamos las potencialidades positivas -entre otras, la aquí analizada- de aquellos.


* Reflexiones desde y hacia el sindicato

Somos conscientes del título provocador que hemos dado a estas reflexiones: relegitimar el sindicato... Se nos podrá objetar que el sindicalismo sigue jugando, hoy por hoy, un papel central en los sistemas democráticos de relaciones laborales y que, sustancialmente, continua manteniendo altas dosis de representatividad de los asalariados y grandes niveles de participación y poder social. Todo ello es cierto; mas también lo es que cada día que transcurre se pierden legitimaciones: ante los propios trabajadores, ante nuestras contrapartes (patronal y Estado), en el ejercicio del poder negocial y de mediación del conflicto, en la participación en la empresa....Acabamos de reflexionar sobre ello. Hace demasiado tiempo que se han encendido demasiados luces de alarma. Y no nos creemos que, pese a la lógica -y tan humana- tendencia hacia el “no-pasa-nada”, nadie haya dejado de oír las sirenas.

Hemos reiterado a lo largo de estas páginas que el sindicalismo está en crisis: lo está porque el terreno en que se mueve está modificando ostensiblemente su orografía y, en consecuencia, muchos de los antiguos senderos trillados no llevan a idénticos destinos que antes (algunos, ahora, ya no llevan a parte alguna). Si, como hemos intentado demostrar a lo largo de las anteriores reflexiones, el cambio productivo en curso es equiparable al salto del manufacturismo al industrialismo, corremos el riesgo de parecernos de aquí a algún tiempo (y perdonarán los historiadores el paralelismo simplista) a los antiguos gremios tras aquel momento histórico, es decir, meros invitados de piedra a la revolución industrial (actualmente, la flexibilidad), representantes de un colectivo (en nuestro caso, los trabajadores fordistas) en vías de extinción.

Y, de otra parte, no queremos dejar de denotar en estas líneas que el sindicato está en crisis porque la izquierda también lo está: ésta, prisionera también del día a día, de la política mediática, ha sido incapaz de readaptar su discurso igualitario a las nuevas situaciones, a los nuevos valores, a las nuevas aspiraciones de los ciudadanos, en definitiva, al cambio de modelo productivo. En la medida en que, por definición, el sindicalismo se sitúa en el terreno de la izquierda -(como no debe dejar de hacer, por definición!- esa crisis de lo político también le afecta (lo que, evidentemente, no tiene porqué comportar subsidiariedades de ningún tipo). De ahí la segunda parte del título provocador de este trabajo: relegitimar la izquierda...

Todo ello nos lleva, de nuevo, a algunos de los interrogantes e inquietudes que formulábamos al inicio de esta reflexión: )siguen siendo los trabajadores el sujeto motriz del cambio social? y, en paralelo a ello, )sigue teniendo razón de ser el sindicalismo en el nuevo panorama emergente?.

Por supuesto que, en estos momentos, el fordismo continúa siendo -aún con mucho- el sistema hegemónico en la producción y en los valores de las gentes (especialmente, por lo que hace a determinadas franjas generacionales). Y no sólo eso: este último modelo va a seguir existiendo durante muchos años (como, por cierto, siguen haciéndolo aún en nuestros días los artesanos) en múltiples sectores de la producción y, junto a ello, está apareciendo con fuerza en determinadas actividades que, antes, podían ser calificadas como pre-fordistas. Pero la flexibilidad -aquello que anteriormente hemos definido como tal- va en aumento, en progresión geométrica, ganando terreno, con sus defectos y con sus virtudes, en el terreno productivo... avanzando en detrimento del fordismo y de los valores sociales de éste. En la medida en que dicha tendencia se generaliza -como lo está haciendo- las antiguas certezas se van desmoronando, los viejos instrumentos devienen ineficaces. Y, a la vez, el colectivo asalariado se disgrega, el sindicalismo pierde legitimaciones. Y, paralelamente, por las mismas causas, también lo hace la izquierda.

Mas respondamos a los interrogantes que acabamos de formular: así, nos preguntábamos, en primer lugar si sigue siendo el colectivo asalariado el elemento motor de la alternatividad al sistema capitalista. La respuesta debe ser positiva, salvo que nos creamos las paparruchas del fin de la historia y demás tonterías al uso en el ideologicismo dogmático imperante del neo-liberalismo (y también del viejo liberalismo, porque, entre otras cosas, el secular concepto de la mano invisible -hoy tan revalorizado- no deja de ser un insulto a la razón).

Desde hace ya bastante años y precisamente por el impacto de las incipientes tendencias sociales y económicas que -como ya hemos indicado- explican el nacimiento de la flexibilidad, han aparecido en el sistema imperante nuevas contradicciones sociales que escapan del tradicional conflicto capital-trabajo y que comportan la existencia de intereses colectivos, más o menos organizados que ni la izquierda, ni el sindicalismo, han sabido integrar en sus parámetros fordistas. Ello ha comportado que, desde hace tiempo, se venga postulando la existencia de varios sujetos o colectivos alternativos, que ya no son la tan denostada clase obrera.

Mas nótese que, en buena medida, el propio capitalismo es capaz de superar, per se e impelido por el ejercicio del conflicto social, esos nuevos antagonismos (y a la realidad nos remitimos). El único enfrentamiento intersocietario que el sistema se ve imposibitado de superar es el conflicto capital-trabajo: precisamente porque en él sitúa su propia ontología, su propia razón de ser. Simplemente, porque bajo el mismo deben existir propietarios de medios de producción y personas que presten sus servicios -su trabajo, físico, intelectual o virtual- para aquellos y porque, inevitablemente, ello comporta la existencia de un conflicto constante entre dos aspiraciones que no son en el fondo compatibles: el empresario quiere siempre ganar más dinero, fundamentalmente reduciendo costos salariales (no es ésta una tendencia de ahora, ha existido siempre, ya lo hemos dicho), los asalariados pretenden justamente lo contrario; a lo que cabe añadir que "nadie desea el trabajo alienado, a las órdenes y en beneficioso de otro, como medio de vida"
[5]. En ésa dicotomía se ha forjado el discurso emancipador de los dos últimos siglos. En el momento, si ello fuera posible, en que se supere dicha contradicción -en que ambas aspiraciones se armonicen- el capitalismo, por definición, dejará de ser capitalismo: habremos entrado en un nuevo sistema de producción. Lo que ocurre es que jamás ((jamás!) en la Historia se ha producido un proceso de transformación de dicho calibre propiciado por las propias clases dominantes en el momento concreto en que se produce.

Por ello la alternatividad al sistema sólo puede surgir de ese enfrentamiento central e irresoluble; el resto de conflictos sociales pueden subsistir y finalizar con el actual modelo económico, lavándole la cara, humanizándolo, en su caso, mas ello nunca podrá ocurrir con el dimanante del sistema de relaciones laborales.

*(Vaya descubrimiento!+, exclamará el lector de las afirmaciones anteriores. Es verdad: dicha constatación está ya en nuestros viejos clásicos, a los que tantas veces nos hemos referido. Mas no hemos sido nosotros los que hemos refutado las viejas certezas en este caso, pues la afirmación del fin de la clase obrera (como sujeto alternativo) es ya un clásico del discurso hegemónico en boga... incluso desde posiciones que se califican de izquierdas.

Ciertamente en las sociedades opulentas (repetimos: en las sociedades opulentas) esa contradicción no se centra ya en los realidades acuciantes para los trabajadores (el derecho de subsistencia de antes) de hace unas décadas: en definitiva los que componen la mayoría de dicho colectivo, los que conforman aquello que antes hemos denominado como interés colectivo (en clave fordista), gozan hoy de un cierto nivel de bienestar y de una red social que cubre gran parte de sus necesidades. La mayoría de la población asalariada vive hoy bien (incluso, muy bien) en las sociedades opulentas... y ello comporta ()para qué negarlo?) egoísmos y conservadurismos en su seno. También, en consecuencia, la crisis de los instrumentos sociales y políticos que abogan por la igualdad.

Mas esos niveles de bienestar no son universales: ni en dichos colectivos societarios ni, por supuesto, respecto a la inmensa mayoría de la población mundial. Por no hablar del carácter cíclico de las crisis capitalista -máxime en momentos como los actuales, en que todo el sistema se está sustentando sobre la simple especulación financiera-, ni de la indudable constatación -a la que ya hemos hecho referencia- de que la lógica hegemónica está postulando, precisamente, el desmantelamiento del Estado del Bienestar, la devolución de todas aquellas conquistas de civilidad hasta ahora consolidadas (repetimos: en los países opulentos), el fin de las tutelas anteriores: en fin, que nuestra gente viva menos bien. Por no hablar de que se sigue manteniendo, íntegra, la alienación en el trabajo... Y, por supuesto, cabe sumar a todo ello el cada vez más profundo déficit en el ejercicio del derecho a la igualdad sustantiva.

Y esto nos conduce al segundo de los interrogantes: la razón de ser del sindicato en la flexibilidad.

El eje motor de la izquierda, del sindicalismo, en la conformación histórica de ambos con su contraparte, ha sido la lucha por la igualdad. Ésa ha sido, precisamente, nuestra diferencia histórica respecto a la derecha (y no está de más hacer ese recordatorio cuando tantos se preguntan si hay diferencia entre derecha e izquierda). Pues bien, cabe evidenciar que, mientras que el ejercicio de la libertad ha encontrado amplias y sustantivas tutelas bajo el capitalismo -con todas las limitaciones y cortapisas que se quiera, es cierto-, no cabe decir lo mismo de la otra pata sobre la que se han sustentado los regímenes modernos: precisamente, el derecho a la igualdad. Cierto: los molocs societarios que, como aprendices de demiurgo, construimos desde la izquierda frente al orden capitalista también eran cojos: se basaban únicamente en un reconocimiento del derecho a la igualdad (y ese derecho, en esas realidades no dejó, en la práctica, también de tener múltiples limitaciones), obviando la otra -necesaria- pierna. De la caída de esos monstruos con pies de barro hemos aprendido algo importante, sin embargo: ninguno modelo social justo puede construirse sin ambas sustentos; todo eso que sabemos y que, sin embargo, sigue desconociendo la derecha (ahora que incluso sus más significativos gurús ponen en entredicho la igualdad alegando que es contraria a la condición humana: lo han creído siempre, se atreven en estos momentos a expresarlo en voz alta). Paradójicamente, pese a la situación objetiva de derrota, la izquierda, el sindicalismo, ha salido sabiendo (aprehendiendo) más cosas que nuestros adversarios. Quizás eso forme parte de la condición de vencido.

En tanto en cuanto el propio capitalismo, por su esencia, impide que trabajadores y empresarios (propietarios de los medios de producción) se encuentren en un plano de igualdad sustancial -hacerlo sería negarse a sí mismo-, sigue siendo necesaria la unión de aquéllos, la suma de los intereses individuales en un plano colectivo, y el ejercicio del conflicto, para conseguir dicho fin: ello ha sido, es y será así en el manufacturismo, en la revolución industrial, en el taylor-fordismo y en la flexibilidad. Lo repetimos: en el momento en que se supere esa contradicción intrínseca al sistema -si ello es posible-, el capitalismo habrá dejado de ser tal.

Despejemos, en consecuencia, interrogantes: el conflicto capital-trabajo sigue siendo la fuerza motriz de la alternatividad (si se opta por la misma: es la esencia de la izquierda) y el sindicalismo sigue teniendo razón de ser, aunque se modifique sustancialmente el modo y la forma de producir.

Otra cosa es que, como hemos repetido hasta la saciedad en estas páginas, las viejas culturas de ejercicio de dicho conflicto social estén en crisis. Nos toca, en consecuencia, adaptar las viejas instituciones a la nueva situación. Ése es, precisamente, el reto de la izquierda y del sindicalismo hoy. No es ésa, es verdad, una tarea fácil en la medida en que, parafraseando de nuevo a los clásicos, lo nuevo no acaba de nacer -no es hegemónico- y lo viejo se resiste a morir.

Mas, con todas las dificultades que se quiera, empezamos a tener ya, colectivamente, una serie de intuiciones sobre las que debemos profundizar en el debate. Intuiciones que nos vienen, muchas veces, de ideas antiguas; intuiciones que comportan el arrinconamiento de muchas certezas hasta ahora, aparentemente, inmutables.

En todo caso, una primera evidencia se hace necesaria: debemos aceptar la flexibilidad como lo que es, un nuevo sistema productivo. Y esa aceptación no tiene que ser un mero brindis al sol, una declaración programática en actos puntuales, que queda reflejada en los papeles, muchas veces como simple justificación posterior. Aceptar la flexibilidad como hecho nuevo, en el sindicalismo, en la izquierda, comporta necesariamente adaptar nuestros valores, nuestras formas de pensar y actuar, nuestra organización, nuestro ejercicio del poder contractual y de conflicto a dicho paradigma.

Aceptar la flexibilidad conlleva, pues, una profunda readaptación del sindicalismo fordista, a todos los niveles. Lo que, por cierto, no tiene porqué significar la asunción acrítica al nuevo sistema, con la pasión de los conversos. En los últimos años, en los debates sindicales -no sólo en nuestra experiencia- uno tiene la impresión de asistir a un diálogo de sordos entre dos posiciones: la de los que postulan la vigencia de las antiguas certezas, autistas a lo que está ocurriendo, y la de los que abogan por el simple pragmatismo de pactar lo nuevo, demasiadas veces sin contenido crítico y sin valores alternativos. Entre ambas radicalidades existe una salida más acorde con nuestro valores, apenas explorada: aceptar lo nuevo, con todas las consecuencias, adaptando a ello nuestros antiguos saberes, creando nuevos axiomas emancipatorios.

El sindicalismo debe distinguir entre lo que es objetivamente un nuevo sistema productivo (neutro) y los elementos de subjetividad patronal para ganar poder contractual al hilo de un profundo cambio productivo que ellos están gobernando tanto en la práctica como en el terreno de las ideas; diferenciar, en definitiva, entre flexibilidad y precariedad, en los parámetros más arriba apuntados, desde su autonomía, desde sus valores. El sindicato, pues, debe ser permeable a aquélla, más inflexible ante ésta, si quiere ser congruente con sus fines y objetivos. No es ésa, ciertamente, una tarea fácil: precisamente por nuestro desconcierto y por lo incipiente del cambio. La alternatividad, desde el sindicato, desde la izquierda, está por construir: se trata, en consecuencia, de re-establecer las certezas que no permitan distinguir lo bueno de lo malo. Corremos el riesgo de equivocarnos puntualmente, en tanto en cuanto la tradicional prueba del nueve que nos permitía ese distinción ya no es infalible: el riesgo del inmovilismo es, sin embargo, mucho mayor.

Esa aceptación comporta un importante cambio de chip en la conformación tradicional de lo que hemos caracterizado como interés colectivo: ya no hay un sólo interés común, que unifique aspiraciones individuales, sino varios intereses y todos ellos son legítimos. Aunque, si bien se mira, y precisamente por la necesidad de la unión a la que hemos hecho referencia, como elemento necesario para la consecución de la igualdad sustantiva en el marco de las relaciones laborales aún en los nuevos sistemas productivos, no es que existan diversos intereses, sino que el mínimo común denominador que unifica los mismos es más general y, en consecuencia, menor. Es decir, que si antes la unificación de las aspiraciones de las gentes laboriosas era x, y allí se situaba el sindicato, un universo más o menos cerrado en función de la homogeneidad de las mismas por mor del modo de producción fordista, ahora es x-n. Si el sindicato se mantiene en el paradigma x -el interés colectivo de los trabajadores fordistas- está condenado a un destino gremialista a largo plazo: a representar, únicamente, a una porción de los asalariados, porción que, además, irá progresivamente en retroceso.

No se trata de rebajar planteamientos, sino de hallar el común punto de encuentro de todas aquellas personas que viven de su trabajo y dotar a esas aspiraciones de nuevos axiomas emancipatorios. Y ello comporta, inevitablemente, una reducción del alma común del sindicato hasta ahora vigente o, si se prefiere, una generalización de la misma, en el sentido de que su determinación ya no puede ser tan concreta como antes.

Ésa es una reflexión que creemos urgente y necesaria para el sindicalismo, especialmente en los modelos plurales del sur de Europa. En la medida en que el punto de encuentro del interés colectivo en la nueva situación no se unifique y en la medida en que existen diversas opciones sindicales se corre, en dichos sistemas, un riesgo importante: el de que cada colectivo de asalariados, los fordistas y los flexibles, halle aquel desiderátum común en una específica opción sindical. Algo de eso ha pasado en el reciente proceso de elecciones sindicales, para quien sepa leer entre líneas, si bien no en forma nítida ni unidireccional. Ese panorama es suicida para el sindicalismo: significa la propia disgregación organizativa del mundo laborioso, su pérdida de fuerza y poder negocial, con independencia de que, en momentos puntuales, por las tensiones intersindicales, se tenga la tentación de caer en ella.

Este elemento de reflexión nos lleva a otro, tanto o más importante: el referido al sistema de organización del sindicato.

Hemos intentado demostrar, en páginas anteriores, que el actual modelo de organización sindical, vertical y piramidal, no es tanto un ejercicio autónomo de la capacidad auto-organizativa del movimiento obrero, como una adecuación de la misma a un concreto modelo productivo. En la medida en que éste ha cambiado, ello comporta la necesidad de modificar, también, la estructuración del sindicalismo. En la medida en que el poder en la empresa se horizontaliza, en que la empresa se difumina y se descentraliza, ello debe comportar mimesis en idéntico sentido por parte del sindicato.

La organización del sindicato, pues, también debe ser flexible; flexible en el sentido de diversa. Sin duda que, en múltiples sectores y empresas de configuración productiva taylor-fordista, el modelo hasta ahora imperante sigue siendo útil. Pero ya no lo es para los colectivos que ven su sistema de relaciones laborales adecuado a los sistemas emergentes.

El modelo único, ecuménico, de organización, pues, debe darse por finiquitado. Ello significa la necesidad de hallar sistemas de organización horizontal, que unifiquen intereses más o menos homogéneos, mas que difícilmente pueden ser encuadrados en el canon tradicional. Ése es el caso, por poner ejemplos evidentes, de los teletrabajadores o de los autónomos dependientes, mas también el de determinados tipos de trabajos, vinculados con las nuevas tecnologías, que difícilmente pueden ser clasificados organizativamente a la vieja usanza (las federaciones -verticales- de industria). Lo sabemos: ese panorama es fácilmente asumible, en un sentido formal, por parte del viejo sistema, hace años que, con concretos colectivos (cuadros, técnicos, etc.), se viene poniendo en práctica... con resultados harto dudosos. En realidad en ese viejo esquema lo que se pedía a los diversos es que, ejerciendo determinadas dosis de singularidad, se sometieran a las decisiones de la mayoría de los trabajadores a cambio de cierta condescendencia hacia sus aspiraciones minoritarias. No es eso, precisamente, lo que estamos postulando: lo que intentamos afirmar es que esos intereses nuevos son tan legítimos como los tradicionales y que, en consecuencia, deben encontrar una organización adecuada y unos espacios de poder suficientes como para influir en las políticas sindicales; los intereses diversos, para quien sepa entenderlo, ya no son -sumados todos ellos- minoritarios. Por eso afirmamos antes que el mínimo común denominador debe ser más pequeño.

Por otra parte, también hemos afirmado antes que, en buena medida, el sindicato en el fordismo ha tendido ha situarse fuera de la empresa; o, en otras, palabras, su organización -no estamos hablando de la acción sindical- ha sido externa a la misma. Ello era perfectamente coherente con un modelo que, por definición, era unificador del sistema de relaciones laborales: como quiera que la realidad era más o menos única el poder decisorio, progresivamente, se iba alejando de dicho ámbito a fin de ganar fuerza, ante la patronal y ante el Estado.

En la medida en que con la flexibilidad la producción se diversifica en función de cada centro de trabajo y que la estructura empresarial se difumina, las singularidades aparecen de manera más visible, de ahí que también aparezca la necesidad de encontrar nuevos elementos de unificación de los intereses, diversos, y nuevas formas de vertebración del esqueleto sindical. Surge así, una aparente paradoja: mientras resulta necesario dotar al sindicato en la empresa de mayores capacidades de decisión (retornarlo al centro de trabajo), pues la realidad única tiende a finalizar y con ella las políticas verticales, hay que re-elaborar el discurso de la organización como tal (fuera de la empresa) a fin de que cada núcleo productivo no acabe convirtiéndose en una especie de sujeto autista, con la consiguiente pérdida de poderes y de configuración de respuestas alternativas. De nuevo, aquí, vuelve a aparecernos la minimización del común denominador que debe conformar el sindicato. Abundemos en esta reflexión para aclararla: el sindicato-organización debe ceder soberanía a sus ámbitos inferiores -los de empresa- y, a la vez, debe consolidar un discurso nuevo que sirva para re-unificar una realidad cada vez más diversa.

)Cuál debe ser ese discurso armonizador de lo diverso?. Es difícil, en estos momentos de desconcierto repensar nuevos valores. Aunque, de hecho, si bien se mira, tal vez los valores centrales de esa harmonización son bastantes antiguos. Sin animo de acabar con el debate, permítasenos algunas acotaciones al respecto.

Así, en primer lugar, cabe dar por enterrado el tiempo de las verdades absolutas. Resulta pueril que, en una situación de aturdimiento se siga postulando un discurso único. Hoy por hoy, ya nadie tiene la razón: no existe ningún determinismo histórico, nada está escrito, nadie ha sido tocado por la gracia divina. Hay verdades (muchas y diversas), hay ideas (muchas y diversas)... y ello debe comportar el definitivo entierro del aplastamiento absoluta de las mayorías sobre las minorías. Como indica Vázquez Montalbán, Aaún es posible orientarnos mediante las verdades posible contra las no verdades evidentes y luchar por ellas. Se puede ser parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el mal y no reconocerlo. El Bien no existe pero el Mal me parece o me temo que sí@
[6]. La unificación de los intereses colectivos cada vez más diversos no pasa, pues, por ningún Bien absoluto, sino por la lucha contra el Mal: en el caso de sindicato, contra las posiciones de los empresarios que pretenden una redistribución de las rentas de trabajo en perjuicio de la mayoría. Desde ese punto de vista, el sindicalismo debe empezar a aceptar que, dentro de sus filas, y hacia el exterior, exista un discurso diverso. Lo repetimos: hoy todas las posiciones son (deben ser) legítimas.

El sindicalismo, en la empresa, debe hacer suyo el viejo slogan ecologista: *pensar globalmente, actuar localmente+. Debemos ser capaces de dar respuesta concreta a los posicionamientos empresariales en el centro de trabajo en desarrollo de nuestro poder negocial, respuesta que debe hallarse inserta en un discurso más global inserto en la alternatividad emancipadora. Desde ese punto de vista hay que empezar a reflexionar sobre el auténtico lastre que significa, en ese marco, que la acción sindical en dicho ámbito recaiga, en nuestro modelo, en los organismos unitarios de representación. Las razones de ello han sido expuestas más arriba.

Por otra parte, el sindicalismo tiene también que redistribuir su poder entre las gentes (más allá de las organizaciones) a través de nuevos instrumentos de participación. Precisamente, los nuevos sistemas tecnológicos pueden ser un coadyuvante para ello. En todo caso, aparece como obvio que con el fin del fordismo también debe finalizar el sistema jerarquizado de toma de decisiones, la cultura de la tribuna, la consigna y el megáfono. Participación no en el sentido de audiencia, sino de descentralización del poder también en las personas: El afiliado, así, no tiene que ser un mero cotizante.

En paralelo con ello, hay que establecer nuevos mecanismos de control del poder en el seno de las organizaciones. El sindicato es, también, un instrumento de poder, interno y externo. Deben regularse, pues, mecanismos que coadyuven a que el ejercicio del poder tenga carácter colectivo y sea colectivamente controlable. Ello es especialmente postulable de la necesaria adecuación de la negociación colectiva y sus resultados al debate colectivo.

Debemos repensar el tradicional concepto de igualdad, eje vertebrador del sindicalismo. En buena medida aquél, bajo el fordismo y precisamente por sus características, se asimilaba a la tabla rasa. Buen ejemplo de ello lo hallaremos en múltiples convenios en el escalado salarial. Era ése un ejercicio lógico con el sistema: se basaba en la fijación de unas condiciones más o menos homogéneas para el trabajador-tipo, con pequeñas, a veces ínfimas, variantes por arriba y por abajo. Más que igualdad, probablemente, teníamos que hablar de homogeneización.

Hoy, por seguir con el ejemplo puesto, se tiende a determinar el salario en base al trabajo realizado, a su productividad, a su calidad, generalmente a nivel individual. Esa tendencia es del todo contraria, por definición, al anterior concepto de igualdad. Y bien, )es ello malo?. )Es que tratar igual a todo el mundo, en función de determinados parámetros objetivos, independientemente de las condiciones (si se prefiere, capacidades o aptitudes, por usar ideas tradicionales) personales, no vulnera también el derecho a la igualdad?. )No desincentiva también dicha práctica a muchos asalariados, convirtiéndose a veces en otro elemento de alienación?. Nos hemos referido al salario, a efectos expositivos y por ser una de las cuestiones más candentes en el actual debate social. Los ejemplos sin duda podrían ser muchos más, desde el tiempo de trabajo, las situaciones personales, las especificidades por género...

Hoy, en gran medida gracias a los nuevos conflictos sociales y al movimiento de Derechos Civiles de los sesenta sabemos algo más: sabemos que igualdad formal no es igualdad sustantiva. De ahí que se postule hoy como slogan aquello de igualdad en la diversidad. La izquierda debe preocuparse por la regulación de las nuevas tutelas de la igualdad, de la misma manera que el otro gran elemento definidor del Estado moderno, la libertad, las ha hallado; eso, ya lo hemos indicado, no lo hará ni la derecha ni el empresariado -no puede por definición-: nos corresponde a nosotros. Y, en el marco de las relaciones laborales, ello comporta un ímprobo esfuerzo de imaginación en el ejercicio de las competencias y poderes en el conflicto del sindicato: debemos aceptar lo diverso en nuestro discurso igualitario y, a la vez, hay que construir los mecanismos de control de esa situación, para evitar que esa diversidad redunde en beneficio de las competencias de decisión de la patronal. Así, y volviendo al ejemplo salarial, el problema no es la diversidad en la remuneración, en vínculo con la producción, sino quién y cómo determina esa diversidad.

En paralelo con esta última reflexión cabe considerar que el sindicalismo también debe hacer suyo el discurso alternativo surgido desde los nuevos conflictos (feminismo, ecologismo, derechos de los inmigrantes, etc.). Mas debe hacerlo no desde aquella lógica anterior tendente a su integración, como torna, en el discurso único hegemónico, sino como constatación de que esos conflictos también son legítimos y forman, junto al discurso igualitario dimanante de la divergencia social -(también son conflicto social!-, un único hilo conductor: no hay un hilo rojo, otro verde y otro violeta, sino un único tejido multicolor, que conforma la alternatividad. Precisamente porque todos los intereses son legítimos y se han acabado las verdades absolutas, como antes hemos indicado, el sindicato debe tiznar la única bandera común de la emancipación con todas esas gamas cromáticas. Y esa asunción debe producirse desde el terreno de la alternatividad y desde sus posiciones autónomas; ello comporta que la organización también deba jugar un papel educador en el sí del colectivo de trabajadores (por ejemplo, respecto a la tan alienante cultura del automóvil que nos viene impuesta y a la que son tan proclives los propios trabajadores).

Por otra parte el sindicalismo debe defender el ejercicio de los plenos derechos de ciudadanía, constitucionalmente consagrados, en el seno de la empresa. Es ésa una tendencia relativamente reciente en el tiempo -también, en parte, heredera del movimiento de Derechos Civiles-: hasta hace poco el ejercicio de los derechos fundamentales quedaba a la puerta del centro de trabajo, no operaban entre privatus: ésa ha sido una importante conquista de civilidad de los últimos tiempos. Mucho se ha escrito al respecto, tanto desde el sindicalismo como desde ámbitos jurídicos: y, sin embargo, basta dar una ligera ojeada al contenido de la mayor parte de los convenios colectivos para apreciar que ésa es una de las grandes cuestiones olvidadas.

No se trata de hacer declaraciones de cara a la galería: nos hallamos ante uno de los temas que, en buena medida, demuestran la altenatividad del sindicato: su capacidad, en definitiva, de imponer elementos democráticos en los sistemas feudales que, en buena medida siguen siendo las relaciones laborales.

Por último, la asunción de la flexibilidad en la clave de izquierda que estamos propugnando, y dentro del conglomerado de propuestas aquí formuladas, debe tener consecuencias beneficiosas para las personas, respecto al ejercicio de su trabajo. En otras palabras, la flexibilidad debe operar en los dos sentidos del contrato de trabajo: no es un patrimonio del empleador, también tiene que serlo del propio trabajador. Esa tendencia es especialmente propia de la distribución de los tiempos de trabajo.

Bajo el fordismo los tiempos, la vida laboral de los asalariados, eran, por definición cerrados. Como quiera que los nuevos sistemas productivos permiten distribuciones más abiertas de los mismos, el sindicato debe postular, también, el autocontrol, por parte de los trabajadores del disfrute de sus descansos y de sus períodos laborales. Parafraseado el viejo slogan antiimperialista: *flexibilidad para todos, o para nadie+. Debemos discutir, pues, con nuestra contraparte ese elemento, su concreción, su desarrollo.

Ello es perfectamente coherente, por otra parte, con la resituación del valor trabajo en las nuevas generaciones, formadas ya en el paradigma de la flexibilidad: en la medida en que dicho valor (o, si se prefiere, el tradicional valor) pierde socialmente peso en las aspiraciones de las gentes -a diferencia del fordismo, donde era el elemento central- y se redimensionan otros, cobra especial importancia esa consideración.

Aceptemos, pues, lo nuevo, con sus aspectos negativos y positivos; resituemos las tutelas igualitarias en ese marco. Y para ello es necesario quitarnos los viejos anteojos y ponernos otros para ver con ojos nuevos. Ya no hay nadie iluminado por la gracia divina: todo vale y todo es legítimo. Hay, en consecuencia, que recolocar el mínimo común denominador en otros parámetros: la aceptación de la diversidad, el control y la gestión de esa diversidad, disputándoselo al empresario, la descentralización y el control de los poderes tanto en la empresa como en la propia organización. Y todo ello teniendo como ineludible elemento motor la lucha por la igualdad, por el nuevo concepto de igualdad que estamos construyendo.
l Estado?, )qué hacemos con las siempre tortuosas relaciones entre el sindicalismo y los poderes públicos?. En buena medida el sindicalismo, hoy, sigue siendo estrábico: mira, en su acción sindical, de un lado, hacia el empresario y la patronal, y, de otro, hacia el Estado. Esa doble visión ha ocurrido siempre, incluso antes del fordismo, con independencia de que, en dicha etapa, por las razones ya expuestas, se haya agudizado la mirada hacia los poderes públicos.

El problema surge cuando, como está ocurriendo, se está poniendo en discusión, por parte del discurso hegemónico en boga, el papel interventivo del Estado en la economía y en el mundo de las relaciones laborales. De nuevo aquí, ante esos nuevos axiomas neo-liberales, debemos aplicar aquellas intuiciones sobre la bondad y la maldad a las que nos hemos referido. Una cosa es que, por mor de la propia heterogeneidad de la realidad productiva, al hilo de la flexibilidad, el papel unificador de la heteronomía del modelo de relaciones laborales disminuya y ello comporte la necesidad de readecuar las reglas de aplicación de las distintas fuentes del Derecho del Trabajo, resituando el papel de la autonomía colectiva -como más adelante se apuntará- y otra, muy distinta, es que el Estado deba abandonar su papel de intervención en el iuslaboralismo. Precisamente porque, aún bajo la flexibilidad, no existe una plena igualdad entre las partes contractuales, el Estado debe seguir siendo el garante de determinados mínimos. Buen ejemplo de ello lo hallaremos en el famoso debate sobre las 35 horas: es obvio que si se considera (como así lo hace la izquierda) que esa es una buena medida para crear empleo, ese objetivo sólo puede lograrse a través de una Ley específica... con independencia de que la diversidad de cada situación y el control de esa objetivo deba resituarse en el marco de la autonomía colectiva.

El Estado, pues, para el sindicalismo, para la izquierda, no puede retirarse, sin más, de la regulación de determinados mínimos del contrato de trabajo, ni de la salvaguarda de ciertas tutelas y ciertas garantías. Esa retirada es, precisamente, el objetivo de la derecha social: a fin de recuperar en el ejercicio de la autonomía colectiva mayores competencias de decisión unilaterales. Mas una cosa es esa constatación evidente y otra, muy distinta, que el papel de esa intervención heterónoma deba seguir manteniéndose en los papeles unificantes y homogeneizadores hasta ahora imperantes: ello es incompatible, por definición, con la diversidad dimanante de la flexibilidad. Hay, pues, que reformular -y no es ello una tarea fácil- el juego aplicativo de la heteronomía y la autonomía colectiva.

El sindicalismo, en consecuencia, debe dejar de mirar -como bajo el fordismo- al Estado como la solución de todos los males (cierto: esa tendencia ha empezado a ponerse en cuestión en los últimos tiempos), potenciando sus capacidades de intervención (las suyas propias) ante lo nuevo. Lo que se le debe exigir a los poderes públicos es que tutelen unas determinadas garantías mínimas y que ostenten una determinada salvaguardia de lo que podríamos denominar como Aorden público laboral@.

Mas, en todo caso, resulta evidente que el sindicato debe empezar a cortar su cordón umbilical con el Estado: al menos el condón umbilical fordista. Estamos asistiendo, en los últimos tiempos, especialmente en el terreno de la socialdemocracia, a un debate sobre el papel respectivo de lo político (ello entendido como gestión del Estado) y lo económico: si bien se mira esa controversia no es más que una resituación de la ya secular polémica entre el rol del Estado y el rol del individuo.

Cierto: la izquierda -al menos, la tradición marxista- ha hecho siempre bandera del Estado en su discurso político. Mas no cabe olvidar que, en gran medida, ese discurso sobre el Estado se sustentaba sobre el propio eje motor de la izquierda: la sociedad. Otra de nuestras grandes diferencias con la derecha (precisamente por eso postulamos como elemento central la igualdad) es que nosotros no colocamos lo individual por encima de lo colectivo... todo lo contrario ()de dónde vienen, si no, los términos socialismo, comunismo o colectivismo?).

Cabe, pues, en ese debate actual reconsiderar una postura plenamente alternativa: la necesidad de potencia la sociedad civil con todos sus valores. Entre el individualismo propio del liberalismo (el añejo o el renovado) y el estatalismo tradicional de la izquierda (y, en parte, del welfare) cabe un terreno obvio y necesario: la resituación de la sociedad como elemento que -ella misma- debe toma de decisiones y ponerlas en práctica. Es verdad: el welfare ha comportado, como dicen los post-modernos, neo-liberales y los teóricos del fin de la Historia la dependencia de los ciudadanos respectos al Estado. Ello es nocivo, sin duda. Lo que no quiere decir que deba sustituirse ese Estado-dependencia por el individualismo a ultranza. Quizás el pacto social del tercer milenio ya no pasa por el gran acuerdo interclasista con el Estado como garante, sino entre los ciudadanos entre sí a través de la propia Sociedad, como elemento de tutela ante la barbarie.

Por definición, el sindicalismo es un agente societario (en la medida en que unifica a ciudadanos en base a unos intereses a fin de gobernar el conflicto social); por tanto, la resituación del concepto sociedad -como valor de izquierda alternativo- en el viejo debate entre estatalismo e individualismo no puede sino favorecerlo. Se trata, en definitiva, de asumir la gestión -la autogestión- colectiva desde abajo de los problemas y soluciones de los ciudadanos (en nuestro caso, los ciudadanos laboriosos).

Y ello incide directamente en el papel del sindicalismo como sujeto en el centro de trabajo. Bajo el fordismo estaba claro el pacto implícito que sustentador -ya nos hemos referido a ello-: el Estado gestionaba la política de rentas por encima del ámbito empresa, dejando las mismas como una especie de islas feudales, poco permeables a los derechos constitucionales y autistas respecto a la sociedad. El discurso hegemónico del neoliberalismo viene a poner en entredicho la primera de dichas cláusulas... mas no la segunda (en definitiva: les sigue resultando beneficiosa para sus intereses).

Pues bien, como quiera que nuestra contraparte ha roto el añejo contrato, también nosotros podemos hacer otro tanto: eso ya nos lo enseñaba el Derecho de la antigua Roma.

)Qué queremos decir con ello?: ni más ni menos que hoy -en base a la resituación de lo societario que postulamos como valor de la izquierda- debe acabarse con la falta de conexión entre la sociedad y la empresa.

En efecto, las empresas no son ya islas alejadas del acerbo común del hecho colectivo de la ciudadanía, de lo societario. No lo han sido nunca, independientemente del pacto social por cuya denuncia abogamos, mas paradójicamente, con la flexibilidad lo son menos. La empresa -aunque se haya negado- siempre ha tenido un determinado coste social: )o no ha ocurrido así, por ejemplo, cuando las cosas han ido mal dadas o la empleador ha querido incrementar sus ganancias, todo ello a través de planes de reestructuración que han pagado los ciudadanos, especialmente los laboriosos?, )o no ha ocurrido así en los casos de siniestrabilidad laboral?. Pero impacto social de la empresa se ha incrementado en los últimos tiempos: lo ha hecho por las necesidades ecológicas de salvación del medio socialmente demandadas; lo ha hecho también, al exigirse cada vez más, al albur de las nuevas tecnologías, una constante y creciente formación profesional. Y todo ello, también, es pagado por todos los ciudadanos. Paradójicamente, pues, en los últimos tiempos el uso de recursos societarios por parte de los empresarios -los mismos que reclaman en fin de los intervencionismos- no ha disminuido: se ha incrementado.

Y no se trata sólo de eso: la flexibilidad, el nuevo modelo productivo, también está comportando una mayor vinculación de la producción con los propios individuos. Lo hace cuando se traspasan -como está ocurriendo: ya lo hemos indicado- determinados procesos a los propios ciudadanos. Lo hace también cuando estamos asistiendo a lo que se conoce como producción individualizada, de tal manera que cada consumidor puede elegir previamente las características del producto que va a adquirir. Pues bien, si aquel sujeto individualiza la producción a su gusto y, a la vez, se le traspasan determinadas actividades productivas -pagando por todo ello- parece obvio que también tiene derecho a elegir no sólo el qué, sino también cómo se produce.

Debemos acabar con la desconexión entre empresa y sociedad: abogar, en definitiva, por el reconocimiento del hecho de que aquéllas son también células que conforman a ésta, con todas las consecuencias. Si ello es así aparece un hecho incontrovertible: sólo el sindicato puede ser el valedor de los intereses de los ciudadanos en el seno de las empresas. Sólo el sindicato puede discutir con los dadores de empleo en el propio centro productivo qué y cómo se produce.

Ello resitúa un nuevo concepto de participación en la empresa: superar, en definitiva los esquemas de participación-conflicto anteriores al fordismo, y participación-colaboración, de dicho sistema. Se trata, en consecuencia, de establecer un sistema de participación y control vinculada con la defensa del interés societario en el seno de la empresa (el interés societario, en definitiva, de las personas que conforman el sindicalismo: los trabajadores, con sus propios intereses, opuestos a los de los empresarios). Lo repetimos: sólo el sindicato es capaz de cumplir ese papel. Difícilmente ese rol puede ser jugado, por ejemplo, por los organismos unitarios.

)Es ello compatible con el ejercicio del conflicto social en el seno de la empresa?. Creemos que sí, siempre y cuando se recuerde la premisa ya antes fijada: Apensar globalmente, actuar localmente@. Cierto: ello sitúa al sindicalismo en el ojo del huracán, lo hace sujeto de múltiples tensiones centrípetas. En todo caso, empero, ésa ha sido una constante en la propia historia del sindicalismo. Y, con todas las dificultades, ésa aparece como la única salida posible -al menos para nosotros- para hilvanar un hilo conductor común de un interés colectivo cada vez más diverso y evitar la disgregación del colectivo asalariado y la pérdida de los valores de izquierda.

Propugnamos, en consecuencia, el fin del estrabismo en la acción sindical: aún siendo necesario el Estado, como hemos afirmado, el sindicalismo debe dejar de mirar tanto hacia el mismo, y fije su mirada hacia la sociedad y la producción.

Ello comporta, inevitablemente, una resituación del papel de la negociación colectiva. Ya lo hemos dicho anteriormente: la experiencia secular del Derecho del Trabajo nos demuestra que sólo existen tres fuentes del mismo (la autonomía individual, la colectiva y la heteronomía). Como quiera que el papel unificador de la heteronomía es difícilmente incardinable con la flexibilidad, debemos empezar a pensar en nuevos mecanismos y nuevos modelos de negociación colectiva, sino queremos potenciar las capacidades de decisión unilateral del empresario -la precarización, en definitiva- que conlleva per se la autonomía individual.

También aquí debe acabarse con el modelo único de negociación, aceptando la propia diversidad. Y no sólo eso, deben establecerse mecanismos más ágiles y dinámicos que permitan una negociación constante. Y ámbitos decisorios más cercanos a la flexibilidad, sin perder las capacidades unificadoras del propio sindicato. Es eso algo sobre lo que hemos escrito con profusión y a ello nos remitimos
[7].

Por último, debemos empezar a pensar en nuevas formas de exteriorización del conflicto social, así como -también aquí- en el fin de las tutelas estatales respecto al mismo o, en su caso, su readecuación.


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Demasiados interrogantes y pocas respuestas, lo sabemos.

Mas, en todo caso resulta evidente que tenemos el derecho a soñar. Es ése un privilegio propio de la condición humana que ni los más oprobiosos regímenes sociales ni los peores tiranos han logrado jamás extirpar ni controlar. Nuestro sueño -el viejo sueño- es volver a poner al mundo sobre los pies (si es que alguna vez lo ha estado). Mas en realidad, si bien se mira, no se trata de un derecho: en los actuales momentos es toda una obligación. Soñar un mundo distinto, más racional, más humano, más igualitario, y luchar para la consecución del mismo en plena confusión, es una deuda histórica que, paradójicamente tenemos las actuales generaciones: se lo debemos a las miríadas de antecesores que perseguían, en circunstancias distintas, idénticos fines; se lo debemos a nuestra progenie, para que el futuro no sea el retorno a la barbarie y a la ley de la jungla, como quiere la derecha social. Hemos de preservar y ampliar para nuestros nietos las conquistas de civilidad de nuestros abuelos, con todas las adaptaciones -eso sí- que sean necesarias.

Tal vez ha llegado el momento de reconocer que, entre los múltiples errores que los rojos hemos cometido, el peor ha sido el determinismo: en realidad, el fin de la Historia fue un invento nuestro, no de los gurús de la modernidad ()le suena a alguien aquello de la lucha final?). Es buena la cura de humildad: reconocer, en definitiva, que no somos más que eslabones de una larga, muy larga, cadena que ni ha empezado, ni debe acabar con nosotros.






[1] .- En el bien entendido que “eso” que llamamos globalización es un poliedro de muchas caras. Por supuesto que en estas páginas utilizaremos el término en el sentido productivo, obviando su carácter especulativo.
[2].- "Los primeros proletarios dependieron de la manufactura, fueron engendrados por ésta... los obreros de las factorías, primeros retoños de la revolución industrial, han formado, desde el principio hasta el día de hoy, el núcleo del movimiento laborista”: la cita es, ni más ni menos que de ENGELS, en su informe sobre “Situación de la clase obrera en Inglaterra”.
[3].- Véase, a este respecto, la excelente aportación de ALONSO, L.E., “Trabajo y ciudadanía; Estudios sobre la crisis de la sociedad salarial”, Trotta, Madrid, 1999.
[4].- TRENTIN, B., “Lavoro e libertá nel l’Italia che cambia”, Donzelli, 1994
[5]- OJEDA AVILES, A.; ADerecho Sindical@
[6].- APanfleto desde el planeta de los simios@
[7].- Véase, AEl sindicalismo en la encrucijada@ y AAuditoría de la negociación colectiva en Cataluña@.

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